Me tomé la libertad, por pudor, de hacer un pequeño cambio en la traducción de Ferrer Aleu. Estados Unidos donde decía América, y estadounidense donde decía americano.
Aparte de los títulos, las negrillas son mías, pues algunas cosas, como leerán, no han cambiado, se mantienen vigentes.
Recomiendo leer este magnífico libro. Hay informaciones que de cuando en vez, deben ser releídas y transmitidas, para que no las oculte el paso del tiempo. En especial de versiones algo diferentes a las expuestas normalmente por los canales regulares.
Aquí el texto:
3. EL CÓDIGO PÚRPURA
Por una serie bastante extraordinaria de accidentes históricos, el Japón de 1980, superpotencia tecnológica, llegado el primero a la nueva frontera de la inteligencia, esta isla compacta, aislada, sin recursos, en el más lejano Oriente, lindando con la inmensa esterilidad soviética, a 12.000 km de Europa y a 9.000 de Estados Unidos, este misterioso Japón moderno, resulta ser, paradójicamente, el producto más puro del «genio de Occidente». Tiene un padre. Y este padre es estadounidense. Se llama Franklin D. Roosevelt. La historia de esta paternidad se inscribirá en la leyenda de los siglos. Es muy ilustradora.
Un día de verano, al sur de Terranova, en uno de los lugares más suntuosos y más desiertos del mundo, la bahía de Placentia, dos hombres viajan a bordo de sus navíos respectivos, para encontrarse. Son Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt.
Es el 9 de agosto de 1941. Churchill, que navega en el acorazado Prince of Wales, es el jefe de la Gran Bretaña en guerra, sola, contra el Imperio hitleriano en el cenit de sus conquistas y de su poderío. Harry Hopkins, amigo íntimo y único confidente verdadero del presidente de los Estados Unidos, le ha visitado varias veces en Londres, en el 10 de Downing Street, para ordenar las delicadas, pero vitales, relaciones entre la Inglaterra heroica y desprovista y una Estados Unidos neutral, lejana, pero cuyo jefe quiere ayudar a toda costa a las islas británicas a sobrevivir, y, con ellas, a un mundo no totalitario.
En el curso de su última visita, Hopkins había transmitido a Churchill un mensaje de Roosevelt indicando que «le encantaría reunirse con él en alguna parte, téte-a-téte, a ser posible en una bahía tranquila».
Por esto Roosevelt navega, a bordo del crucero Augusta, al encuentro del Prince of Wales.
El presidente norteamericano, inmovilizado en su sillón de ruedas, paralizadas las piernas desde hace veinte años y para siempre por la poliomielitis, admira la personalidad y el temperamento de Churchill, aunque les separen algunas opiniones políticas y, en particular, las referentes a las posesiones y colonias imperiales. Le entusiasma este encuentro.
El Primer Ministro, por cortesía al presidente inválido, decide que, los tres días que durarán sus conversaciones, sean de día o de noche, será él quien suba a bordo del crucero americano. Sólo el último día hará Roosevelt el trayecto a la inversa y, por medio de un sistema de cadenas y poleas que lleva siempre consigo en sus desplazamientos por mar, será izado a bordo del Prince of Wales para despedirse de Churchill.
No saben si volverán a verse, ni cuándo. Pero ambos tienen una fe instintiva en el futuro. Y, para demostrarlo, han redactado, a petición de Roosevelt, lo que llaman Carta del Atlántico. Cada uno conserva un borrador manuscrito, del que se servirán en sus respectivas declaraciones cuando regreses a Londres y a Washington, pero nunca habrá un texto oficial.
En esta declaración, Roosevelt, aunque no es beligerante ni puede sospechar en absoluto cómo llegará a serlo, ha hecho que Churchill acepte el principio de la emancipación de los pueblos del mundo, colonizados o explotados, tal como había hecho Lincoln, en el siglo anterior, contra los vestigios, en Estados Unidos, de la dominación inglesa: «Todo pueblo tendrá derecho a elegir libremente su propio Gobierno y a obtener la independencia de su territorio; todos tendrán también derecho al acceso, en un plano de igualdad, a las fuentes de materias primas, y deberá participar, en un esfuerzo colectivo, a ayudar a los países todavía subdesarrollados.»
Roosevelt ponía de este modo fin, en una remota bahía del norte del Atlántico, a siglos de imperialismo y de colonialismo. Todavía tendrá que pasar mucho tiempo y muchas peripecias para llegar a esto. Pero la Historia había sido ya trazada.
A Roosevelt le encanta que el nombre más célebre del mundo en aquella época, el nombre de Winston Churchill, se haya asociado al suyo para mantener esta gran idea, esta cruzada, su combate de siempre. Pero un drama le obsesiona. Estados Unidos le ha hecho jurar que no lo obligaría a entrar en guerra, y Estados Unidos no piensa relevarle de su juramento. Si lo intentase, no le seguirían. Además, según los términos de la Constitución de los Estados Unidos, no podría hacerlo. Necesitaría la votación favorable de las dos Cámaras del Congreso, y no la obtendría.
Este juramento de «neutralidad» se vio obligado a pronunciarlo en lo más encarnizado de su reciente y tercera campaña por la presidencia, a finales de 1940. Éste fue su drama y el del mundo.
Elegido por primera vez en 1932, para arrancar a su país de la tragedia, de las quiebras y del desempleo de la gran Depresión —los mismos dramas que sembraron la desesperación y después el fascismo en Europa (y que a punto estuvieron de hacer lo propio en los Estados Unidos), Roosevelt:, con la audacia del New Deal, redistribuyó el trabajo y las rentas —lo que quedaba de ellas— entre todas las capas de la población, y, de esta manera, reanimó al Estados Unidos agonizante. De aquí su reelección triunfal, en 1936, para un segundo mandato.
Cuando toca a su fin este segundo mandato, nadie espera realmente —sería algo sin precedente— que Roosevelt intente esa especie de «golpe de Estado» que es pedir un tercer mandato. Pero ninguna norma constitucional lo prohíbe a la sazón. A pesar de su invalidez, no vacila en romper la tradición y presentarse como candidato. Teme lo peor de la guerra que ha empezado en Europa y que, en el momento de la campaña presidencial norteamericana, ha sido ya testigo de la victoria total de las tropas hitlerianas en el continente. Cuando cae París, Roosevelt confía a sus íntimos que ha tomado la decisión, en conciencia y en secreto, de presentarse de nuevo a la elección.
Viendo el estado de la opinión estadounidense, está convencido de que, si no obra así, será elegido un presidente aislacionista y Estados Unidos presenciará, seguro y desde lejos, el triunfo de las dictaduras en los otros continentes. Y él, como demostrará, está dispuesto a todo con tal de impedir esta quiebra histórica cuya perspectiva le estremece.
Pero, ante todo, tiene que ser elegido. Y todo indica que si, durante la campaña deja traslucir su verdadera convicción sobre el alcance de la guerra europea, será aplastado en la votación. Por consiguiente, no dirá nada. Pero no basta con esto. Frente al candidato republicano, que afirma, en todos sus discursos que mantendrá a Estados Unidos al margen de todo conflicto exterior, el público pide a Roosevelt que se pronuncie claramente.
Sólo lo hace en el último momento; pero lo hace. Sabiendo que miente y esperando que los acontecimientos le den la ocasión y los medios de hacer lo contrario.
En uno de los últimos discursos de la campaña, en Boston, lee este párrafo que trae preparado: «Ya que tengo ocasión, padres y madres de Estados Unidos, de dirigirme una vez más a vosotros, debo aseguraros una cosa. La repetiré las veces que sea necesario: no enviaremos jamás a vuestros hijos a combatir en ninguna guerra extranjera.»
Es elegido en la más difícil de sus elecciones. Pues, a pesar de su compromiso público y de la palabra dada, se sospecha que tiene reservas mentales «intervencionistas».
El aislacionismo imperaba entonces en el pueblo norteamericano. Todos los grandes personajes de la época rivalizaban en declaraciones categóricas contra la menor veleidad de mezclarse en los asuntos de Europa: Charles Lindberg, héroe de la primera travesía aérea del Atlántico; Joseph Kennedy, embajador en Londres y padre de cuatro hijos que se harían célebres; el propio John Foster Dulles, futuro Secretario de Estado; Henry Ford, el Industrial más ilustre del país, que tuvo especial empeño en negar públicamente el menor contacto con el Ministerio de Defensa; etc.
Roosevelt, elegido en el equívoco, se encerrará en un secreto aislamiento, que transforma su psicología y su conducta. Triunfó en política gracias a su franqueza con el pueblo estadounidense. Éste confió siempre en él. Y he aquí que, ante las dimensiones del drama mundial, ante el espanto que inspira el poder de los regímenes fascistas, el pueblo estadounidense ya no es, para Roosevelt, el compañero a quien podía, a quien debía, contárselo todo. Para entrar en una guerra que sólo Estados Unidos puede ganar, tendrá que recurrir a la astucia.
Lo hace. Con una audacia tal, con una resolución tan firme, que todavía hoy, después de cuarenta años, el misterio envuelve una parte del encadenamiento de decisiones tomadas por Roosevelt, y sólo por él, para llevar a Estados Unidos a la guerra.
Aquí interviene por primera vez el sol naciente del Japón. Ya no volverá a salir de nuestra historia.
Clarividente, Hitler teme a Estados Unidos, contrariamente a lo que declara en público. Los archivos del Reich nos han informado ampliamente acerca de esto: Hitler había tomado la decisión categórica de hacer todo lo posible para evitar la entrada de Estados Unidos en la guerra.
Sabía cómo atacaría a la Rusia de Stalin, después de haber decapitado a su Estado Mayor por la astucia y gracias a la desconfianza patológica del jefe soviético; confiaba en la eficacia del número siempre en aumento de sus submarinos, los famosos U-boots, para acabar de asfixiar a las islas británicas. Todo esto era factible. Con una condición: la neutralidad de Estados Unidos.
Hitler no se equivocaba. Tampoco Roosevelt.
El presidente estadounidense ensaya todos los medios. Decide, en primer lugar, entregar barcos, y después aviones de combate, a Inglaterra. El Congreso lo acepta por poco. Después, resuelve que la totalidad de la producción estadounidense de aviones de caza «P40» sea servida a Inglaterra, y hace que se otorguen créditos a ésta para que el contrato tenga la forma de una exportación industrial y no de un acto de beligerancia. Consigue que el Congreso no ponga el veto, explicando públicamente que, «cuanto más ayudemos a Inglaterra a resistir, menos peligro correremos de que Estados Unidos se vea arrastrada a socorrerla directamente».
Las flotillas de submarino nazis causan terribles estragos.
Un día, Roosevelt confía a Hopkins y al general Marshall: «¡Dios mío! ¡El Atlántico se está convirtiendo en un océano alemán!» Pero, ¿qué hacer?
La primera encuesta del Instituto Gallup se refiere a un punto que interesa mucho a la opinión norteamericana: «¿Prestar o no escolta con buques estadounidenses a los convoyes que abastecen a Inglaterra?» La respuesta revela una hostilidad masiva.
Unos meses más tarde, ante la acumulación de pérdidas en el Atlántico, Roosevelt da otro paso al frente. Ordena a la Marina norteamericana que escolte a los convoyes hasta frente a las costas inglesas, pero prohíbe que sea la primera en disparar. Hitler responde dando instrucciones a sus submarinos de que sólo disparen si son atacados y de que rehúyan los buques estadounidenses.
Entonces se producen dos accidentes. El 17 de octubre de 1941, un convoy británico es atacado por un grupo de submarinos hitlerianos. Un buque de escolta norteamericano, el destructor Kearney, recibe dos torpedos. Once hombres se dan por desaparecidos. La Prensa estadounidense publica sus nombres.
Roosevelt estudia las reacciones de la opinión. La hostilidad a la guerra no mengua. Antes al contrario.
Tres semanas más tarde, ante la costa de Islandia, otro destructor americano, el Reuben James, que escoltaba a un convoy de barcos mercantes, es hundido por los submarinos. Llevaba una tripulación de cien hombres. Todos han desaparecido.
La emoción en Estados Unidos es muy grande. Pero es confusa y ambigua. Una parte de la opinión acusa furiosamente a los nazis. Pero la mayoría echa la culpa al presidente de los Estados Unidos.
Roosevelt pide autorización al Congreso para armar los barcos mercantes norteamericanos, a fin de que puedan defenderse ellos mismos si son atacados en alta mar. El debate es áspero en la Cámara y en el Senado. Y si el presidente consigue que «los norteamericanos tengan derecho a responder», lo cierto es que lo logra por los pelos: solo dieciocho votos de mayoría en la Cámara... y trece en el Senado.
Roosevelt saca una conclusión, que confía a Hopkins: «Ahora veo claramente que jamás, salvo que se produzca un acontecimiento trágico, obtendremos la conformidad del Congreso y del país para entrar en guerra contra Alemania.» ¿Un acontecimiento trágico? Sólo un error de Adolfo Hitler podría provocarlo.
Por tres veces, en conversaciones privadas con el Führer, el jefe de la Marina de guerra alemana, almirante Roeder, suplica —llegando a amenazar con su dimisión—, que se autorice a los submarinos a disparar contra los buques norteamericanos, que están ganando impunemente la batalla del abastecimiento de Inglaterra y anulando los efectos del bloqueo. Hitler no cede; la respuesta es: No.
Un poco más tarde, Roeder declara solemnemente: «Los buques estadounidenses han cometido veinte actos de guerra contra Alemania en el Atlántico.» Poniendo al Führer en guardia contra la importancia de los suministros que llegan a Inglaterra, reclama, en conclusión, el derecho de atacar. Hitler mantiene su negativa. Sabe dónde está su adversario: en la Casa Blanca. No le hará este regalo. Roosevelt tiene las manos atadas.
Pero, entretanto, los Servicios Secretos americanos han empezado a descifrar, a finales de verano de 1941, el «Código púrpura» empleado en las transmisiones entre Tokio y las bases japonesas, aéreas y navales, del Pacífico. Roosevelt ve surgir una luz. Ya no la perderá de vista. Allí está la oportunidad histórica.
4. DUELO EN EL PACIFICO
La opinión estadounidense, que se niega a enviar sus hijos a Europa, no piensa siquiera en el Pacifico y en el Extremo Oriente. Impresionada por el poderío alemán, ignora al remoto Japón y mira con ojos despectivos a los que la Prensa llama «hombrecillos amarillos, enclenques, gregarios y sin espíritu de iniciativa».
Pero este Japón está a punto de perder la paciencia. Roosevelt, sin que nadie le prestase atención, ha multiplicado los actos de hostilidad. Cuando las tropas japonesas ocuparon Indochina sin combatir, congeló los capitales japoneses en los Estados Unidos. Consiguió que el gobernador de las islas neerlandesas (Indonesia) suspendiese todo envío de petróleo a Yokohama y Nagasaki. El Primer Ministro japonés, príncipe Konoye, declaró ante la Dieta que la situación se hacía intolerable, ya que el Ejército y la Marina del país corrían el riesgo de quedar muy pronto paralizados. Roosevelt se anima.
El embajador de los Estados Unidos, Mr. Grew, no asombra al presidente al cablegrafiarle que el racionamiento de gasolina rige ahora en todo el país, y que «no se encuentra un solo taxi en toda la ciudad de Tokio».
El embajador no tarda en poner en guardia al presidente contra el peligro de una crisis gubernamental en Tokio, «que llevaría a la sustitución del Primer Ministro, Konoye, relativamente moderado y hostil a la guerra, por un hombre mucho más duro, del que Estados Unidos podría esperar lo peor».
¿Lo peor? Lo menos malo... Todos los sondeos indican que, si los .japoneses decidiesen atacar Indochina o las Filipinas, o cualquier otro territorio de Asia y del Pacífico —salvo uno—, la opinión estadounidense permanecería indiferente y seguiría negándose a entrar en la guerra. ¿Entonces?
La crisis gubernamental, prevista por el embajador, se produce. El Gobierno Konoye, ante las crecientes dificultades económicas, es sustituido, el 16 octubre de 1941, por un «Gobierno de halcones», según la expresión de Grew en su cablegrama, ocupando el cargo de Primer Ministro «el halcón más feroz de todo el Oriente, el general Tojo». El general que quiere la guerra.
A partir del mes de noviembre, los servicios americanos descifran mensajes sobre preparativos de guerra. Pero, ¿con qué objetivo? Ésta es la cuestión. No hay que desdeñarla...
Dos emisarios diplomáticos japoneses, los señores Nomura y Kurusu, son enviados a Washington para negociar el levantamiento del embargo y de la congelación de las cuentas bancarias. A partir de este momento, todos los telegramas entre Tokio y los dos diplomáticos destacados en Washington son transmitidos personalmente a Roosevelt. Este no los discutirá con nadie. No existe el menor indicio de que discutiese con alguien sobre la cuestión del Extremo Oriente.
Su secretario de Estado, Cordel Hull, prosigue la negociación con los emisarios japoneses, sin instrucciones del presidente. La eventualidad de una reacción militar de los japoneses en el Pacífico empieza a precisarse. Pero, ¿dónde?
Un solo objetivo, en el inmenso océano, es territorio estadounidense: Hawai y su base de Pearl Harbor, Cuartel General de la flota del Pacífico. Sólo un objetivo, si fuese atacado por los japoneses, podría desencadenar la guerra: Pearl Harbor.
El jefe de los Servicios de Información de la Marina de los Estados Unidos en el Pacífico, Richmond Turnen, indica a la Casa Blanca «que habría que considerar Hawai y Pearl Harbor como posibles objetivos de la primera ofensiva japonesa». Posible no es suficiente.
El embajador Grew envía un telegrama, «a la atención personal del presidente», diciendo que circulan rumores, en los círculos militares de Tokio, según los cuales, «en caso de ruptura de las negociaciones que se desarrollan en Washington con los estadounidenses, los japoneses podrían proyectar una ofensiva contra Pearl Harbor».
Noviembre: el almirante Kimmel, que manda la escuadra norteamericana fondeada en Pearl Harbor, envía un mensaje especial a Washington: «Incluso antes de formular una declaración de guerra oficial, los japoneses podrían muy bien lanzar un ataque sorpresa contra Pearl Harbor.» Los Servicios de Información de la Casa Blanca saben todavía más acerca de esto.
El 29 de noviembre, el atasco de las negociaciones en Washington y el endurecimiento de la posición estadounidense impulsan al secretario de la misión diplomática japonesa a telegrafiar a Tokio, en clave militar: «Dígannos cuándo piensan programar la hora H, a fin de que sepamos cómo llevar la conclusión de nuestras conversaciones.» Silencio.
Al parecer, Tokio duda de la seguridad de la clave o de la necesidad de responder. El servicio de descifrado tiene que esperar, en Washington, un tiempo que parece interminable. Después, llega la respuesta, en clave, de Tokio: «Podemos decírselo. La hora H ha sido fijada para el domingo 7 de diciembre, al amanecer... Será en Pearl Harbor.»
La respuesta aparece ahora claramente inscrita en las bandas de registro del Servicio estadounidense: «Ataque a Pearl Harbor previsto para el alba del 7 de diciembre.» Estamos a 29 de noviembre.
Washington se limita a escuchar. Nada va a saberse en Pearl Harbor.
El almirante Kimmel ha reunido en la rada toda su flota, para unas próximas maniobras. Se hallan, pues, fondeados, uno al lado de otro, los ocho acorazados y los nueve cruceros, con sus buques de escolta. Toda la flota del Pacífico.
El viernes 5 de diciembre, la señora Roosevelt, esposa del presidente, telefonea a uno de los periodistas más conocidos de los Estados Unidos, Edward Murrow, para invitarle «a una cena informal y amistosa con el Presidente, el domingo 7, por la noche, en la Casa Blanca».
El fin de semana empieza tranquilamente. El sábado, 6 de diciembre, el general recibe autorización para ir a descansar a Texas, en Fort Sam Houston. El ministro del Interior, Harold Ickes, recibe a unos amigos en su casa de campo de Maryland. Dean Acheson va con su familia a inclinarse ante los restos mortales del juez Brandeis y, después, se va a descansar y a meditar en el bosque.
El sábado por la noche y el domingo por la mañana, el presidente se encuentra, excepcionalmente, en su despacho del primer piso de la Casa Blanca.
En los dos aeródromos militares de Pearl Harbor, los aviones de combate han sido alineados, tocándose sus alas, en el centro de los terrenos, para un fin de semana de descanso: los pilotos están de permiso.
El domingo 7 de diciembre, a las diez y veinte (hora de Washington ), los dos diplomáticos japoneses telefonean al Departamento de Estado solicitando, según instrucciones de Tokio, ser recibidos por el ministro a la una de la tarde.
El ministro está ausente, pero tratarán de localizarle y les darán una respuesta.
Franklin D. Roosevelt, solo, contempla el sol invernal sobre el césped de la Casa Blanca. Es puesto al corriente de la petición de audiencia formulada por los japoneses. Calcula la hora: la una, en Washington, corresponde a las ocho de la mañana en Pearl Harbor. Cordell Hull le llama para pedirle instrucciones sobre la petición de audiencia. «Nada de particular.»
A la una y veinte, hora de Washington (ocho y veinte, en Hawai), todas las escuadrillas japonesas que han despegado de los portaaviones, llegados al nordeste de la isla después de una amplia maniobra envolvente, se lanzan en picado sobre la flota anclada y sobre los aviones en el suelo de las fuerzas estadounidenses del Pacífico. El mayor desastre militar de la historia de los Estados Unidos se ha producido en media hora.
Con un parte militar ante los ojos, Franklin D. Roosevelt, por primera vez en toda la mañana, llama a su secretario y le dicta un mensaje oficial, que será transmitido a las agencias.
«Informa la Casa Blanca: ataque aéreo japonés contra el conjunto de las instalaciones estadounidenses de Pearl Harbor. El presidente hará una declaración a última hora de la tarde.»
El almirante Nimitz, el general Eisenhower, el general MacArthur, todos los jefes militares norteamericanos, se enteran de la noticia por la radio, en el curso de la tarde. Vuelven a sus puestos a toda prisa. Pero los aviones japoneses se marcharon ya hace mucho rato. También los buques. Por lo demás, no queda nada con que salir en su persecución.
Franklin D. Roosevelt llama a Londres, para hablar personalmente con Churchill y darle la noticia. «Nos han atacado en Pearl Harbor... A partir de ahora, ¡estamos embarcados juntos!»
El presidente de los Estados Unidos pone manos a la obra y empieza a dar órdenes: la guerra ha empezado oficialmente.
Roosevelt sabe que será larga y dura. Pero no duda del resultado. El episodio que acaba de desarrollarse ha sido decisivo.
Roosevelt ha puesto en juego todos los recursos y toda la audacia de su arte político y de su conocimiento de la gente. Y ha ganado. A partir del momento en que el Japón provocase la guerra, está debía convertirse en mundial, y estaba ganada de antemano.
Otros dos cerebros excepcionales de Occidente habían comprendido, como Roosevelt, la inflexible sencillez de esta ecuación: desencadenar la guerra mundial, la guerra total, era igual a ganarla. En otro caso, estaba perdida.
Churchill lo había dicho ya en el verano de 1940: «Combatiremos en nuestras playas, combatiremos en nuestras calles, combatiremos en los mares, combatiremos hasta en los confines del océano; hasta el día en que el Nuevo Mundo, con todo su poder, se una a nosotros en este combate, para salvar a la vieja Europa que le dio el ser.» Desde el principio, estaba claro para él que la victoria se lograría el día en que Estados Unidos entrase en la guerra. Pero, ¿cuándo y cómo?
De Gaulle, jefe de la «Francia libre», lo había dicho también, en su famoso Llamada del 18 de junio:
«Esta guerra no se limita al desdichado territorio de nuestro país. Esta guerra será una guerra mundial... Francia podrá, como Inglaterra, utilizar sin limitaciones la enorme industria de los Estados Unidos... Fulminados hoy por la fuerza mecánica, podremos vencer en el futuro con una fuerza mecánica superior.»
El domingo en que los pilotos japoneses caen como el rayo sobre Pearl Harbor, el general De Gaulle acaba de dar un largo paseo por el bosque, en las afueras de Londres y cerca de la casita que ha alquilado para los fines de semana; le acompaña uno de sus ayudantes de primera hora, el jefe de sus Servicios de Información, coronel Passy. Después de dos horas de marchar, vuelven a casa. Passy refiere en sus Memorias:
«Volvimos de nuestro largo paseo y nos sentamos en sendos sillones del salón. De Gaulle conectó la radio. Unos pocos minutos más tarde nos enteramos de que los japoneses acababan de atacar la Flota norteamericana en Pearl Harbor. De Gaulle cerró el contacto. Se sumió en una meditación profunda, que me guardé muy mucho de interrumpir. Transcurrió un rato que me pareció interminable; después, el general empezó a hablar: "Ahora, ¡la guerra está definitivamente ganada!»
Sí; Roosevelt ha ganado.
Y los japoneses, que jamás han conocido una alegría semejante, los japoneses acaban de perder. Podían atacar cualquier lugar, menos Pearl Harbor. Podían tomar por asalto Indonesia y su petróleo, Filipinas, Singapur, el Sudeste asiático. Podían aumentar inmensamente su poderío, conquistar fuentes de materias primas, hacerse inexpugnables. Estados Unidos no se habría movido. Roosevelt lo sabía. Pero ellos, no.
Estaban mal informados y habían calculado mal; ellos, que fundarían más tarde, en la autopsia de la catástrofe, su papel dominante en el universo industrial, gracias al ejercicio metódico de la inteligencia y el tratamiento de la información.
Pero cuando decimos «los japoneses», hablando de este pueblo en 1941, pecamos de generalización. En verdad, frente a la astucia de Roosevelt, lo que condujo a los japoneses a apuntar contra el único blanco de todo el Pacífico que había de serles fatal, fue la falta de visión, no del pueblo japonés, que nada podía decir, sino de sus dirigentes y, en particular, de sus jefes militares. La prueba más elocuente de ello, rica en enseñanzas para el futuro, es la lucha, en el seno del poder, que se desarrolló, durante los meses que precedieron a Pearl Harbor, entre el Primer Ministro, general de infantería, Tojo y el más célebre marino japonés: almirante Yamamoto.
Tojo, que nunca ha salido del Japón, quiere la guerra, y la quiere contra Estados Unidos. Sólo Estados Unidos le parece estar a la altura del poderío y de la gloria de su país. Semana tras semana, Yamamoto denuncia «esta perniciosa ilusión». Explica que, en quince años, primero como marino, después como oficial de Marina y finalmente como almirante, ha dado varias veces la vuelta al mundo; que conoce Estados Unidos, desde la costa Oeste en el Pacifico hasta la costa Este en el Atlántico. Afirma que la extensión, la riqueza y la capacidad de los Estados Unidos son para él tan evidente que si —no lo quiera Dios— se movilizasen en un esfuerzo de guerra, serían irresistibles. Y que, empujando a los Estados Unidos a la guerra, el Japón correría a su perdición.
El duelo entre Yamamoto y Tojo será un momento histórico de la gran aventura japonesa. Son dos mentalidades valiosas, dos temperamentos intrépidos. Pero uno de ellos ha integrado en su reflexión el conocimiento del mundo exterior, y el otro está inmerso en la sola realidad japonesa. Yamamoto no es más «inteligente»: está mucho más «informado».
El secreto del Japón de posguerra, la clave de su futuro éxito, es que, después de la derrota, aparecerá en todo su esplendor la superioridad «informática» —hay que emplear esta palabra— de Yamamoto. Tojo ha quedado enterrado con el pasado. En cambio, en los innumerables artículos y obras que le han sido dedicados, Yamamoto, a quien se rinde homenaje, comparte con Roosevelt y su procónsul MacArthur la paternidad del nuevo Japón.
Con Pearl Harbor se prepara ya el choque prodigioso que, saliendo del Japón y de su singularidad, determinará su destino y, más tarde, el del universo.
5. LOS CAPRICHOS DEL DESTINO
El Japón de siempre, estoico y cerrado, acaba de entablar su duelo a muerte con Occidente. Es el primer acto. No puede, nadie puede imaginar cuál será el desenlace, el acto fulminante que cristalizará el pasado nipón y encenderá su futuro.
Primero habrá una larga noche. Los combates, en el mar, en el cielo, en cada parcela de terreno, en cada archipiélago, en cada isla del Pacífico, serán atroces, encarnizados, sangrientos. La batalla del Pacífico será, hasta 1945, la más dura de todas. Los japoneses ponen en ella una capacidad de sacrificio, una indiferencia ante la muerte, que hacen de ellos los más temibles combatientes. Los estadounidenses, a quienes la propaganda hitleriana describía como «ahítos, materialistas, decadentes», aceptan el reto y, bajo el heroísmo. Transcurrirán cuatro largos años. Y nada parece todavía decidido.
Los japoneses no ceden un islote, en el inmenso océano, sin luchar hasta el último hombre: no hay prisioneros. Lo han jurado: jamás ninguno de ellos, mientras esté vivo, dejará que los estadounidenses pisen el suelo de su patria, si por desgracia llegasen hasta ella. En cambio, Franklin D. Roosevelt puede imaginar una solución distinta al sacrificio de un millón de norteamericanos para tomar por asalto las islas lejanas del archipiélago nipón.
Equipos de físicos nucleares han puesto manos a la obra. No hay más que un problema: el tiempo. ¿En qué momento llegarán a la meta fijada?
Cuando se piensa en el número de personas de diferentes nacionalidades que participaban en la complicada realización del «proyecto Manhattan», acordado por Roosevelt en secreto absoluto, parece bastante extraordinario que ni los nazis, ni los japoneses supiesen nada de él. Sólo Stalin, porque sus hombres están en todas partes, tendrá informaciones al respecto. Pero la descifrará mal y no captará su objetivo final.
Si el triunfo del «Proyecto Manhattan» debe cambiar los factores universales, va, ante todo, a transfigurar, a sublimar, a hacer nacer el Japón en el mundo y en la religión de la ciencia, como en un espasmo.
Adolfo Hitler, por un milagro debido esencialmente a su religión racista, no tuvo la menor intuición sobre este punto. Sin embargo, había sido e1 primero en organizar un equipo de investigación sobre «las posibles aplicaciones de la física nuclear», el cual había instalado en una sección del Ministerio de Ciencias, en el número 69 de Unter den Linden, cerca de la Cancillería del Reich. Y hacía que le tuviesen al corriente.
El caso es que el cerebro más brillante del equipo nuclear del «número 69» era el de una física austríaca llamada Lise Meitner. Era ella quien —ayudada por dos grandes físicos que la consideraban su maestra, Otto Hahn y Fritz Strassman— había obtenido, en 1938, los primeros resultados convincentes, «bombardeando el uranio con neutrones». Llevaba entonces una ventaja considerable en el camino del famoso descubrimiento.
Y se produce el Anschluss y la ocupación de Austria, en un día, por las divisiones nazis. Lise Meitner, como todos sus conciudadanos, adquiere automáticamente la nacionalidad alemana y deja de ser austríaca. Como es judía, cae bajo las «leyes raciales» del Tercer Reich. Y es excluida de su laboratorio.
Sus colegas están consternados. Los principales sabios alemanes del «número 69» piden ser recibidos conjuntamente por Hitler: hay que conservar a toda costa a Lise Meitner. El Führer sufre uno de esos accesos de cólera que le ciegan, que nublan su inteligencia; llega a tratar a los dos físicos alemanes, que le suplican, de «puercos judíos blancos», y les despide. Se extiende un mandamiento de detención contra Lise Meitner. Sus colaboradores organizan su fuga. Y Lise huye de Alemania para siempre.
A partir de entonces, Lise Meitner será apátrida, como todos los grandes científicos judíos alemanes, como Einstein.
Fiando en su fe de fanático, Hitler ha apostado y jugado contra la inteligencia. Y, como el general Tojo, ha perdido.
Así pudo empezar silenciosamente, en 1939, dos años antes de Pearl Harbor, un formidable esfuerzo, permanente, de los físicos nucleares, para que la carrera de la bomba no fuese ganada en modo alguno por el Reich nacionalsocialista. El italiano Enrico Fermi, el francés Joliot-Curie, el sueco Niels Bohr, los húngaros Leo Szilard y Eduardo Teller (nacionalizados estadounidenses), llegan a la misma conclusión: hay que poner sobre aviso a Roosevelt. Sólo éste puede, si comprende lo que se está jugando, movilizar en tiempo hábil los considerables medios que será necesario emplear si se quiere llegar a tiempo.
Pero, ¿cómo acercarse a Roosevelt?
Nadie le conoce, y nadie tendría a sus ojos la «representatividad» suficiente para transmitirle un mensaje tan extraño, para hacer penetrar una novedad científica tan compleja en un cerebro político absorto en las tareas cotidianas del poder y en el próximo período electoral.
Entonces se produce un acto heroico. En el corazón de Berlín, en el santasanctórum del «número 69», el físico alemán Flügge, profundamente antinazi, decide publicar en una revista científica especializada lo que sabe sobre «la capacidad y las posibilidades de la reacción en cadena que puede provocarse con uranio». La revista se llama Naturwissenschaften. Es bastante confidencial, reservada para los especialistas. Pero el texto de Flügge es completo y explícito.
Y Flügge no se para aquí. Manda ejemplares de la revista a Zurich, cuya Prensa local reproduce algunos fragmentos. Entonces, todo se pone en marcha. Nada puede ya disuadir a Fermi, Szilard y Teller: ahora saben a lo que han llegado sus rivales en Berlín. Está en juego el resultado de la guerra en Europa y, sin duda, fuera de ella.
Después de reflexiones y conciliábulos con sus colegas estadounidenses, llegan a la conclusión de que sólo un hombre tiene la fama y la autoridad suficientes para ser escuchado por el presidente de los Estados Unidos: Albert Einstein. Resuelven visitarle. Einstein está de vacaciones en un pueblecito de Long Island, Peconic, aldea perdida donde nadie sabe indicarles la casa donde habita Mr. Einstein. Por fin le encuentran cuando está dando un paseo. Con su enorme cabellera siempre desgreñada, su pipa, su pantalón arrugado y su aire eternamente soñador, pero también con su extremada gentileza y con su malísimo inglés, el gran hombre les conduce a su casa. Se pone sus zapatillas y les escucha.
Con gran asombro de Szilard, que lo anotará en su Diario la misma noche de esta entrevista capital, el genio de la física nuclear, cuya ecuación fundamental dio, hace treinta años, la definición y la medida de la energía nuclear, les confiesa que no ha pensado un solo instante en la posibilidad de una reacción de explosiones.
Szilard escribe exactamente esto: «Comprendimos, desde el principio de esta entrevista, que afortunadamente había de prolongarse, que la posibilidad de una reacción en cadena del uranio no había pasado nunca por la mente de Einstein.»
Szilard completa así su extraordinario relato:
«Cuando empezaba yo a exponerle el conjunto de nuestros informes sobre lo que pasaba en Berlín, comprendió las consecuencias que podían derivarse de ello y me expresó que estaba dispuesto a ayudarnos si era preciso, o, corno suele decirse, "a mojarse el culo".»
Los tres hombres estudiaron entonces el camino a seguir. Uno de ellos sugirió que Einstein, que no conocía a Roosevelt, escribiese a la reina de Bélgica, a la que sí conocía. La idea no pareció muy acertada. Y así quedó la cosa.
Dos semanas más tarde, en la limitada lista de los íntimos de Roosevelt, Szilard recordó el nombre del banquero Alexander Sachs. Puesto al habla con éste, Sachs se avino a transmitir una carta de Einstein, si éste quería escribir directamente al presidente.
Szilard vuelve al pueblecito de Long Island, acompañado de Teller. Einstein acepta. Empieza a dictar en alemán, para estar más seguro de las palabras, su carta a Franklin D. Roosevelt, fechada el 2 de agosto de 1939. Concluye así: «La reacción nuclear en cadena, cuyo desarrollo acabo de describir sucintamente, haría posible, si se produjese, la fabricación de un nuevo tipo de bomba, extraordinariamente potente. Una sola bomba de esta clase, transportada, por ejemplo, a un puerto por un barco, bastaría para destruir el puerto entero, así como una gran parte del territorio circundante.»
Traducida al inglés por Sachs, éste la lee a Roosevelt en su despacho... ¡el 11 de octubre siguiente! A Roosevelt le parece larga y poco comprensible. A Sachs le da vueltas la cabeza. Suplica a Roosevelt que le conceda otra entrevista el día siguiente por la mañana, a la hora del desayuno: le explicará más largamente y con más tranquilidad el contenido de la carta y su verdadero alcance. Roosevelt acepta, instintivamente.
Al día siguiente, Roosevelt presta más atención. Después, sin hacer comentarios, llama a su consejero militar particular, general Watson, y le dice: «Habrá que tomar medidas acerca de esto.» Le tiende la traducción de la carta de Einstein, y se guarda el original. Va a empezar la operación bautizada con el nombre de «S-1». Ya no se detendrá. Sabido es lo que siguió después:
El equipo formado alrededor de Robert Oppenheimer; el «Proyecto Manhattan», instalado en un rancho deshabitado de Los Álamos; la lenta progresión de los sabios hacia la «reacción en cadena» que conduce a la explosión teórica y, después, realizada; las medidas draconianas de seguridad; los problemas de conciencia que se plantean, uno tras otro, los científicos; los mensajes de Allan Dulles, jefe de los Servicios Secretos estadounidenses, instalado en Suiza; la batalla para proveerse de agua pesada (necesaria para la reacción nuclear) que los sabios franceses han hecho salir clandestinamente, etc....
Roosevelt, incluso cuando, metido en la guerra, tenga que dar diariamente instrucciones al general Eisenhower sobre el frente de Europa, y al i merad MacArthur sobre el del Pacífico, querrá estar continuamente al corriente de todas las etapas de la operación.
Si Churchill y De Gaulle estuvieron seguros de la victoria final desde el día de Pearl Harbor, fue porque estaban uno y otro naturalmente obsesionados por Hitler, que era, para ellos, el único y enorme peligro. Y el poderío de Estados Unidos, según el curso previsible de los acontecimientos, aseguraba, a su modo de ver, la superioridad de las fuerzas aliadas.
Roosevelt compartía esta opinión sobre la victoria en Europa pero tenía, a su vez, otra obsesión: la del Japón.
Allí se encontraba solo. Y era el único que, como marino que había sido, tenía plena conciencia de la inmensidad del océano Pacífico. El temible Pacífico.
También era el único que, por su indiscutible conocimiento del mundo, había borrado de su mente toda idea de «superioridad» de la raza blanca, no menospreciaba en absoluto el ingenio, el valor y las muchísimas cosas de que serían capaces los japoneses.
De aquí la minuciosa atención con que sigue los trabajos del equipo de físicos nucleares de Los Álamos.
Pero, ahora, el azar y los caprichos del destino van a embrollarlo todo hasta el último acto que, cuando se produzca, nadie sabrá por quién ha sido decidido.
He aquí que, incluso antes de practicarse el menor experimento que pueda indicar cuándo será capaz de explotar la «bomba atómica», según empiezan a llamarla, y después de dos años de trabajo, dos de los hombres que provocaron la decisión histórica de Roosevelt son presa de remordimientos y quieren que el presidente los comparta.
En primer lugar, el sabio Niels Bohr. En cuanto se entera, por los Servicios especiales enviados a la invadida Alemania, de que el Reich hitleriano no tiene ningún explosivo «atómico» en su arsenal, Niels Bohr, estupefacto y aliviado, pide a Roosevelt que abandone: no hay que continuar la fabricación de la bomba. Ésta ya no es necesaria para la victoria, y se correría el riesgo —dice— «de una carrera ulterior de armamentos nucleares, que sin duda prepararía una próxima guerra atroz, que podría ser el fin mundo». A su modo de ver, se ha invertido el orden de prioridades: hay que interrumpir el diabólico experimento y comunicar al mundo entero todos los datos científicos, prohibiendo, de una vez para siempre, la fabricación de armas atómicas.
Bohr es recibido por Roosevelt en la Casa Blanca, y la entrevista dura treinta minutos. Está tan emocionado, y al propio tiempo tan confuso, que no logra explicar su punto de vista. Por su parte, Roosevelt, que no deja de pensar en Japón, no está de acuerdo. Pero se lo calla y pone fin a la conversación.
Después se produce la intervención, más reflexiva y preparada, de Alexander Sachs, que comparte la obsesión de Niels Bohr sobre los peligros de una «carrera de armamentos nucleares». Recibido por el presidente en diciembre de 1944, enfoca la cuestión de un modo diferente. Tras una larga conversación, en que los dos hombres se entienden, sobre los conceptos de posguerra y la cuestión, muy particular, del Japón, Sachs redacta una Memoria en la que consigna las conclusiones a las que, según dice, llegaron Roosevelt y él:
«Si se realiza con éxito —cosa todavía no conseguida en Los Álamos— una explosión atómica experimental secreta, se organizará una segunda, que deberá realizarse públicamente en algún lugar del Pacífico. Sabios aliados y neutrales, y, si es preciso, emisarios del enemigo, serán invitados a presenciarla. Entonces se redactará conjuntamente un informe detallado sobre los efectos de esta arma extraordinaria, se transmitirá a las autoridades japonesas y se pedirá al enemigo que se rinda, ya que tendrá la prueba concreta de que la única alternativa es la aniquilación total.»
Efectivamente, Roosevelt no ha decidido lanzar la bomba; la quiere para obligar al enemigo a capitular, pero limitándose, si es posible, a hacer una demostración de la amenaza. Ya lo decidirá cuando llegue el momento. El ministro de la Guerra, Stimson, después de una entrevista con él, escribe en el mismo sentido que Sachs y lo confirma:
«He estudiado con él las dos escuelas de pensamiento en lo concerniente a la autoridad que será encargada de este proyecto: tratar de guardarlo en el círculo cerrado y secreto de los que lo dirigen actualmente, o confiarlo a la autoridad de la comunidad internacional, en nombre de la libertad científica. Yo le he dicho que hay que resolver este problema, y que es preciso que tenga preparado un comunicado, para publicarlo cuando llegue el momento. Él se ha mostrado de acuerdo.»
Esto ocurre en marzo de 1945.
A primeros de abril, todavía no ha podido realizarse el experimento en Los Álamos, y Roosevelt no ha tomado aún ninguna decisión. La comunidad de los físicos nucleares está en plena ebullición; todos tratan de adivinar lo que piensa realmente el presidente. En cuanto al propio Roosevelt, está obsesionado por sus reflexiones «sobre el Pacífico, sobre el Japón, sobre la energía nuclear, sobre el inmenso campo de ruinas que habría que reconstruir», según consigna uno de sus raros interlocutores. Es también un hombre agotado.
El 12 de abril, a las seis de la mañana, Roosevelt, que ha venido a descansar en su lugar predilecto de Warm-Springs, Georgia, no puede dormir. Su poderosa inteligencia, todavía indiferente a la debilitación de todo el organismo, es acosada por el temible Japón y por la incertidumbre sobro la fecha nuclear. Se levanta, pide los periódicos y el correo...
Los periódicos solo traen buenas noticias: Los ejércitos aliados ya no encuentran resistencia en Europa. El correo es bastante voluminoso. Roosevelt le echa un rápido vistazo. Separa y coloca sobre su mesa-escritorio dos documentos que tendrá que estudiar: una carta personal de Einstein (la segunda), acompañada de un memorándum de Leo Szilard. Los dos hombres, totalmente contrarios, desde ahora, a toda explosión atómica, por el enorme riesgo que supondría para la Humanidad entera, suplican a Roosevelt que lo suspenda todo y que difunda mundialmente las informaciones científicas. Según ellos, no debe haber bomba, es preciso que no exista la bomba.
Roosevelt decide leer estos dos documentos por la tarde. Ahora necesita relajarse un poco, y pide que, para el almuerzo, preparen una «barbacoa» en el jardín. A las doce y media, en espera de la hora del almuerzo, se aviene a seguir posando para un retrato encargado por una amiga que está allí, delante de él, y, mientras tanto, se sume en sus pensamientos y fuma un cigarrillo tras otro. A la una, dice: «Otro cuarto de hora; no más.»
A la una y cuarto se lleva la mano izquierda a la frente, como atacado por una súbita jaqueca. Unos minutos después, se desploma. Hemorragia cerebral. Es el 12 de abril de 1945.
6. LA EXPLOSIÓN CREADORA
Tokio está de fiesta. Roosevelt ha muerto. Estados Unidos está decapitado. Nadie podrá ya con el Japón. El hombre diabólico, el hombre aborrecido, el hombre maquiavélico que, como por magnetismo, atrajo a la potencia japonesa al único lugar que habría debido evitar para conquistar sin dificultades todo el Pacífico, el demonio, ha desaparecido.
El Japón siente que se ha aclarado su futuro. Estados Unidos flaqueará de nuevo. Amainará la tempestad del Pacífico. El emperador Hiro-Hito da gracias al cielo. Japón, que ya sabe que no puede ganar la guerra, se prepara para «volver a la normalidad», mediante una paz negociada, de igual a igual, honrosa.
En todo el Japón sólo hay un físico nuclear, el profesor Yshio Nishina, que conoce los cálculos teóricos que podrían conducir a una «reacción en cadena». Jamás oyó hablar de preparativos. Nadie se lo ha pedido; y no es hombre capaz de reclamar: es el primer pacifista del futuro Japón.
El 24 de abril, en el despacho presidencial, Harry S. Truman, sentado en el sillón que ha remplazado la silla de ruedas del gran inválido, escucha la primera exposición del ministro Stimson y del general Groves de un proyecto del que nadie le había dicho nunca una palabra: el «Plan Manhattan». Los dos hombres lo explican lo mejor que pueden al nuevo presidente de las Estados Unidos. Indican que la primera bomba experimental, proyectada para explotar en el desierto que rodea Los Álamos, debe quedar terminada en el mes de julio, es decir, dentro de poco más de dos meses.
Truman, recordando sus experiencias como artillero, hace preguntas sobre la potencia del explosivo. Stimson responde: «En principio, la primera bomba deberá tener una potencia equivalente a 500 toneladas del explosivo convencional TNT. La segunda, prevista para ser lanzada, podría tener una capacidad de 1.000 toneladas de TNT.» (Aquí se advierte, por primera vez, el margen de incertidumbre del cálculo nuclear: la bomba desprenderá sobre el puerto de Hiroshima una potencia explosiva de 18.000 toneladas de TNT).
Truman se siente vivamente impresionado por las cifras que acaba de escuchar. Decide tomarse tiempo para reflexionar. De momento, resuelve crear un «comité consultivo», formado por tres sabios nucleares y tres miembros del Gobierno, para estudiar todas las alternativas que le sean presentadas. Por parte del Gobierno, lo constituirán el general Marshall y los ministros Stimson y Byrnes; por parte de los sabios, Vannevar Bush, James Conant y Karl Compton.
La primera conclusión transmitida a Truman es de enorme alcance: «No se puede considerar la energía atómica solamente desde el punto de vista militar; hay que ver también en ella la instauración de una nueva relación con el universo.»
Numerosas memorias, múltiples reuniones, se suceden durante la primavera y los comienzos del verano. Truman no quiere precipitar los acontecimientos. Hace llegar al Gobierno japonés una nota pidiendo, con cortesía, pero con firmeza, el fin de las hostilidades y la capitulación, insinuando «una terrible amenaza» cuya naturaleza no concreta.
Ahora es Primer Ministro del Japón el almirante Suzuki, menos hermético que Tojo, pero demasiado confiado en la incapacidad de los estadounidenses de lanzar, antes de muchos años, un ataque militar directo contra la grande isla.
El 28 de julio, el almirante Suzuki hace algunas confidencias a los periodistas sobre «una especie de ultimátum de los norteamericanos, que no es más que una muletilla que hay que tratar con cierto desdén».
Las palabras del jefe del Gobierno de Tokio son comunicadas en Washington al secretario de Estado, Byrnes, quien las comenta en presencia del presidente Truman y las califica de «desalentadoras». Hay que actuar, Truman pide que se retrase un poco más la decisión. La toma el 2 de agosto.
En la noche del 6 de agosto, a la 1,45 y a las 2,45, despegan dos escuadrillas de tres bombarderos «B-29» de sus respectivas bases, en el oeste de la isla de Guam, para reunirse, quince minutos más tarde, en la vertical de Iwo-Jima, a una hora de las costas japonesas, invioladas desde hace siete siglos.
Entre los seis «B-29» se encuentra el que ha sido bautizado con el nombre de Enola Gay y que es idéntico a los otros. Transporta el ingenio llamado Thin man: la primera bomba atómica.
A las 8,15, en la vertical de la zona industrial del gran puerto de Hiroshima, es accionado el resorte y se desprende la bomba. A las 8,16 se produce el primer choque de la Historia entre la Tierra de los hombres y su más alucinante invento.
El indescriptible fenómeno ha sido contado muchas veces, pero sigue superando todo lo imaginable. No sólo cuenta, desde este momento, el suplicio de los hombres y de las mujeres de Hiroshima, sino que el choque impresiona, con una brutalidad que sobrepasa toda capacidad humana de comprensión, el ánimo de los dirigentes japoneses. Éstos quedan mentalmente «atomizados»,
Para que comprendan bien lo sucedido, la Casa Blanca difunde inmediatamente un comunicado: «Un avión estadounidense ha lanzado esta mañana una bomba, una sola bomba, sobre la ciudad de Hiroshima... Hemos dominado una fuerza elemental del universo físico, la fuerza que da su poder al propio Sol. Este poder ha sido desencadenado contra los que han actuado a sangre y fuego en el Extremo Oriente.»
En Tokio, el general Kawabe, jefe del Estado Mayor del Ejército, recibe en su despacho un mensaje transmitido por los Servicios de Información y que contiene en una sola línea: «La ciudad de Hiroshima acaba de ser destruida de golpe por una sola bomba.»
kawabe no puede creerlo.
Pregunta dónde está el poderoso «segundo ejército» japonés, cuyo Cuartel General se encuentra precisamente en Hiroshima. Le dice que, a las ocho y cuarto, el grueso de las tropas estaba reunido en la inmensa plaza de armas de la ciudad, para la hora de cultura física; y que, tres minutos después, no quedaba nada de él.
Ahora, el hecho es indiscutible. El físico Mishina es convocado por primera vez para que comparezca ante el Estado Mayor en pleno, en el Ministerio de la Guerra. Y el sabio confirma que, efectivamente, puede tratarse de una bomba nuclear.
El terrible impacto se graba en todos los cerebros. Ninguna conversación, ninguna discusión. Ha sucedido algo en cierto modo inhumano, que tiene algo de magia negra. No es posible que se repita. La rutina, gubernamental y militar, prosigue.
Pero estos hombres sólo son los mismos aparentemente. Todos los principales actores supervivientes lo confirmarán: la reflexión, la simple capacidad de hilvanar las ideas, ha desaparecido, se ha volatilizado. No queda más que el automatismo de las acciones a realizar.
Pasan las horas, pasan los días. El gran Imperio nipón está como vitrificado. Su capacidad cerebral explotó con Hiroshima. El Japón silencioso se está sumiendo en el delirio de la locura. El viento ardiente de Hiroshima sopla en todas las oficinas de Tokio.
El jueves, 9 de agosto, el Consejo Supremo de Guerra, organismo compuesto por el Gobierno y por los jefes militares, celebra una de sus reuniones semanales, en la forma habitual. Durante la discusión, de cuyo tema no volverá a acordarse nadie, llega un mensaje: «Una segunda bomba, parecida a la que destruyó Hiroshima, acaba de estallar, a las 11,01, sobre el puerto de Nagasaki.» El puerto legendario y casi sagrado, puerta secular del Japón al mundo, cara a Occidente, frente a Shanghai...
El Consejo decide trasladarse al palacio imperial para hablar con quien es el alma del Japón, hoy y desde siempre: el Emperador.
Éste no sale del palacio. No habla nunca en público. No interviene en las reuniones del Gobierno. Encarna el Japón eterno. Pero si se decide a hablar, si da una orden, jamás se ha dado el caso de que no fuese obedecido.
El emperador ha hablado ahora. Mejor dicho, ha dictado a su secretario, a solas en su despacho, un mensaje dirigido al Primer Ministro, Suzuki, dándole instrucciones para que acepte inmediatamente el ultimátum norteamericano... y ponga fin a la guerra.
El Primer Ministro lee el mensaje y reúne el Gabinete. Se toma la decisión: obedecer al emperador. Pero sólo el Gobierno asumirá la responsabilidad de la rendición, a fin de que el emperador quede apartado de esto, en el silencio de su palacio, y conserve de este modo una posibilidad real de «salvar» el futuro.
Entonces se produce, en lo más profundo de las almas, «el efecto de rebote» de la explosión nuclear. En el gran salón de conferencia del Estado Mayor imperial, se levantan, uno a uno, el general Anami, ministro de la Guerra, el general Umezo, jefe del Estado Mayor, y el almirante Toyoda, jefe de la Marina. Uno a uno, declaran que se niegan a capitular y, por ende, a obedecer la orden del emperador.,
Es una rebelión. ¡Acontecimiento inaudito que nadie habría jamás imaginado en el Japón! Un universo secular ha sido aniquilado por dos deflagraciones. Otro mundo ha nacido con la Era nuclear. Ya no hay un punto de referencia. Se acabó la divinidad. Todo ha saltado por los aires.
Hiro Hito se entera de ello. En un acto que no tiene precedentes, pide al Primer Ministro que convoque, para esta misma noche del 9 de agosto, en el refugio subterráneo del palacio imperial, a todo el Gobierno y a todo el Estado Mayor.
La sesión empieza a las once y media de la noche. Los generales forman un bloque; su respuesta es: no. Su portavoz, general Anami, declara ante el emperador: «La hora de gloria acaba de sonar para el Japón. Hay que dejar que los norteamericanos traten de invadir el propio Imperio, las tres islas de nuestro archipiélago. Entonces, el poderío japonés lo aniquilará, como el viento divino de Kamikaze detuvo, en 1281, a las fuerzas de Kublai Jan, único que se atrevió jamás a intentar este imposible asalto.»
El Primer Ministro, Suzuki, se vuelve al emperador y le pide que tome la palabra y exprese personalmente, por primera vez, su decisión. El emperador, estupefacto por lo que acaba de oír, convertido de pronto en un hombre como los demás, no vacila y, prescindiendo de fórmulas protocolarias, repite la orden: poner fin a las hostilidades. Se levanta la sesión.
El emperador comprende que nada está arreglado. Solo ahora con Suzuki, decide realizar un acto de consecuencias irreversibles: por primera vez en la historia de la dinastía, va a hablar al pueblo.
Hace que le traigan un magnetófono, el primero que ve en su vida, pesado y poco manejable, y pronuncia un breve discurso para que sea difundido, una hora más tarde, por todas las emisoras de radio del Japón. Pide a la nación que acepte la decisión del destino y ponga fin a una lucha armada que ya no tiene sentido. Concluye: «A vosotros, nuestros leales súbditos, os ordenamos que cumpláis fielmente nuestra voluntad.»
Pero, antes de que la voz, jamás oída, llegue al pueblo, se produce la insurrección. Dos generales, acompañados de sus guardias, penetran en el palacio imperial y ordenan al jefe de la guardia personal del emperador que les entregue la cinta grabada y se rinda. El hombre se niega y es muerto de dos estocadas. Otro general de la guardia privada hace irrupción en la sala y es muerto a su vez.
El almirante Takigishi, antiguo e íntimo colaborador de Yamamoto al frente de la Marina, al enterarse de la locura que ha hecho presa en todo el mando militar, hasta dentro del palacio imperial, interviene para proteger al emperador, hace arrestar a los facciosos y difunde la grabación decisiva, escuchada ahora por todo el país.
El general Anami decide hacerse el harakiri. Los otros cuatro jefes del Ejército hacen lo propio al cabo de una hora. Todo ha terminado; todo está arreglado.
Entonces, el almirante Takigishi se hace también el harakiri. El universo que va a nacer tampoco se ha hecho para él.
El silencio y la noche reinan sobre el Japón. Ningún pueblo del mundo ha conocido un final semejante, un aniquilamiento tan absoluto. Si el Japón debe renacer un día de este montón de cenizas, que es todo lo que queda de él este 14 de agosto de 1945, será un Japón diferente. Pero ¿cuándo? ¿Dentro de un siglo? ¿Dentro de una generación?
Al día siguiente 15 de agosto, los miembros del Consejo de Administración de «Nippon Kogaku» se reúnen en Tokio alrededor de una mesa.
Su Sociedad había montado aparatos ópticos de largo alcance en los cruceros de la Marina imperial. Los hombres y los aparatos se han hundido.
Pero la técnica sigue viva. Los dirigentes de «Nippon Kogaku» acuerdan emplearla para actividades civiles. Y dedicarse, para empezar, a la fabricación de cámaras fotográficas. Serán las máquinas «Nikon».
De esta manera se realiza el primer acto de renacimiento del Japón, se da el primer paso en el camino de la conquista tecnológica.
7. DEL CERO AL INFINITO
Los grandes diarios, impresos en todos los idiomas, insertan, en la mañana del 7 de agosto de 1980, un titular, a menudo acompañado de una foto, relativo a la celebración solemne del XXXV aniversario de la explosión nuclear de Hiroshima. Las noticias que le acompañan adquieren un relieve particular.
La ilustre industria relojera de Suiza se ve obligada por primera vez, como «Chrysler» y «Ford» en Estados Unidos, a pedir una subvención al Gobierno Federal de Berna. Ya no encuentra, ni siquiera en sus más tradicionales aliados bancarios, los quince millones de francos suizos que necesita para el plan, tanto más oneroso cuanto que es tardío, de recobrar el terreno perdido frente a los relojes electrónicos japoneses. Suiza, dueña indiscutible del mercado desde hace tanto tiempo, no creyó, cuando se produjo la penetración japonesa alrededor del año 1975, que ésta fuese duradera. En 1980, los cálculos sobre el primer semestre transcurrido indican, de manera indiscutible, que, en el mercado mundial, el número de relojes (electrónicos) fabricados en el Japón ha superado el número de relojes clásicos producidos por Suiza. Por consiguiente, hay que poner en práctica un «plan de socorro» y no vacilar ante el ataque lanzado contra los bellos relojes suizos por los microcircuitos, como los de «Seiko».
Los dirigentes de los tres principales productores de automóviles de Alemania anuncian conjuntamente un «plan quinquenal» de inversiones por un importe sin precedentes, «para alcanzar la tecnología de los coches japoneses, que es ahora la primera del mundo»…
Por una serie bastante extraordinaria de accidentes históricos, el Japón de 1980, superpotencia tecnológica, llegado el primero a la nueva frontera de la inteligencia, esta isla compacta, aislada, sin recursos, en el más lejano Oriente, lindando con la inmensa esterilidad soviética, a 12.000 km de Europa y a 9.000 de Estados Unidos, este misterioso Japón moderno, resulta ser, paradójicamente, el producto más puro del «genio de Occidente». Tiene un padre. Y este padre es estadounidense. Se llama Franklin D. Roosevelt. La historia de esta paternidad se inscribirá en la leyenda de los siglos. Es muy ilustradora.
Un día de verano, al sur de Terranova, en uno de los lugares más suntuosos y más desiertos del mundo, la bahía de Placentia, dos hombres viajan a bordo de sus navíos respectivos, para encontrarse. Son Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt.
Es el 9 de agosto de 1941. Churchill, que navega en el acorazado Prince of Wales, es el jefe de la Gran Bretaña en guerra, sola, contra el Imperio hitleriano en el cenit de sus conquistas y de su poderío. Harry Hopkins, amigo íntimo y único confidente verdadero del presidente de los Estados Unidos, le ha visitado varias veces en Londres, en el 10 de Downing Street, para ordenar las delicadas, pero vitales, relaciones entre la Inglaterra heroica y desprovista y una Estados Unidos neutral, lejana, pero cuyo jefe quiere ayudar a toda costa a las islas británicas a sobrevivir, y, con ellas, a un mundo no totalitario.
En el curso de su última visita, Hopkins había transmitido a Churchill un mensaje de Roosevelt indicando que «le encantaría reunirse con él en alguna parte, téte-a-téte, a ser posible en una bahía tranquila».
Por esto Roosevelt navega, a bordo del crucero Augusta, al encuentro del Prince of Wales.
El presidente norteamericano, inmovilizado en su sillón de ruedas, paralizadas las piernas desde hace veinte años y para siempre por la poliomielitis, admira la personalidad y el temperamento de Churchill, aunque les separen algunas opiniones políticas y, en particular, las referentes a las posesiones y colonias imperiales. Le entusiasma este encuentro.
El Primer Ministro, por cortesía al presidente inválido, decide que, los tres días que durarán sus conversaciones, sean de día o de noche, será él quien suba a bordo del crucero americano. Sólo el último día hará Roosevelt el trayecto a la inversa y, por medio de un sistema de cadenas y poleas que lleva siempre consigo en sus desplazamientos por mar, será izado a bordo del Prince of Wales para despedirse de Churchill.
No saben si volverán a verse, ni cuándo. Pero ambos tienen una fe instintiva en el futuro. Y, para demostrarlo, han redactado, a petición de Roosevelt, lo que llaman Carta del Atlántico. Cada uno conserva un borrador manuscrito, del que se servirán en sus respectivas declaraciones cuando regreses a Londres y a Washington, pero nunca habrá un texto oficial.
En esta declaración, Roosevelt, aunque no es beligerante ni puede sospechar en absoluto cómo llegará a serlo, ha hecho que Churchill acepte el principio de la emancipación de los pueblos del mundo, colonizados o explotados, tal como había hecho Lincoln, en el siglo anterior, contra los vestigios, en Estados Unidos, de la dominación inglesa: «Todo pueblo tendrá derecho a elegir libremente su propio Gobierno y a obtener la independencia de su territorio; todos tendrán también derecho al acceso, en un plano de igualdad, a las fuentes de materias primas, y deberá participar, en un esfuerzo colectivo, a ayudar a los países todavía subdesarrollados.»
Roosevelt ponía de este modo fin, en una remota bahía del norte del Atlántico, a siglos de imperialismo y de colonialismo. Todavía tendrá que pasar mucho tiempo y muchas peripecias para llegar a esto. Pero la Historia había sido ya trazada.
A Roosevelt le encanta que el nombre más célebre del mundo en aquella época, el nombre de Winston Churchill, se haya asociado al suyo para mantener esta gran idea, esta cruzada, su combate de siempre. Pero un drama le obsesiona. Estados Unidos le ha hecho jurar que no lo obligaría a entrar en guerra, y Estados Unidos no piensa relevarle de su juramento. Si lo intentase, no le seguirían. Además, según los términos de la Constitución de los Estados Unidos, no podría hacerlo. Necesitaría la votación favorable de las dos Cámaras del Congreso, y no la obtendría.
Este juramento de «neutralidad» se vio obligado a pronunciarlo en lo más encarnizado de su reciente y tercera campaña por la presidencia, a finales de 1940. Éste fue su drama y el del mundo.
Elegido por primera vez en 1932, para arrancar a su país de la tragedia, de las quiebras y del desempleo de la gran Depresión —los mismos dramas que sembraron la desesperación y después el fascismo en Europa (y que a punto estuvieron de hacer lo propio en los Estados Unidos), Roosevelt:, con la audacia del New Deal, redistribuyó el trabajo y las rentas —lo que quedaba de ellas— entre todas las capas de la población, y, de esta manera, reanimó al Estados Unidos agonizante. De aquí su reelección triunfal, en 1936, para un segundo mandato.
Cuando toca a su fin este segundo mandato, nadie espera realmente —sería algo sin precedente— que Roosevelt intente esa especie de «golpe de Estado» que es pedir un tercer mandato. Pero ninguna norma constitucional lo prohíbe a la sazón. A pesar de su invalidez, no vacila en romper la tradición y presentarse como candidato. Teme lo peor de la guerra que ha empezado en Europa y que, en el momento de la campaña presidencial norteamericana, ha sido ya testigo de la victoria total de las tropas hitlerianas en el continente. Cuando cae París, Roosevelt confía a sus íntimos que ha tomado la decisión, en conciencia y en secreto, de presentarse de nuevo a la elección.
Viendo el estado de la opinión estadounidense, está convencido de que, si no obra así, será elegido un presidente aislacionista y Estados Unidos presenciará, seguro y desde lejos, el triunfo de las dictaduras en los otros continentes. Y él, como demostrará, está dispuesto a todo con tal de impedir esta quiebra histórica cuya perspectiva le estremece.
Pero, ante todo, tiene que ser elegido. Y todo indica que si, durante la campaña deja traslucir su verdadera convicción sobre el alcance de la guerra europea, será aplastado en la votación. Por consiguiente, no dirá nada. Pero no basta con esto. Frente al candidato republicano, que afirma, en todos sus discursos que mantendrá a Estados Unidos al margen de todo conflicto exterior, el público pide a Roosevelt que se pronuncie claramente.
Sólo lo hace en el último momento; pero lo hace. Sabiendo que miente y esperando que los acontecimientos le den la ocasión y los medios de hacer lo contrario.
En uno de los últimos discursos de la campaña, en Boston, lee este párrafo que trae preparado: «Ya que tengo ocasión, padres y madres de Estados Unidos, de dirigirme una vez más a vosotros, debo aseguraros una cosa. La repetiré las veces que sea necesario: no enviaremos jamás a vuestros hijos a combatir en ninguna guerra extranjera.»
Es elegido en la más difícil de sus elecciones. Pues, a pesar de su compromiso público y de la palabra dada, se sospecha que tiene reservas mentales «intervencionistas».
El aislacionismo imperaba entonces en el pueblo norteamericano. Todos los grandes personajes de la época rivalizaban en declaraciones categóricas contra la menor veleidad de mezclarse en los asuntos de Europa: Charles Lindberg, héroe de la primera travesía aérea del Atlántico; Joseph Kennedy, embajador en Londres y padre de cuatro hijos que se harían célebres; el propio John Foster Dulles, futuro Secretario de Estado; Henry Ford, el Industrial más ilustre del país, que tuvo especial empeño en negar públicamente el menor contacto con el Ministerio de Defensa; etc.
Roosevelt, elegido en el equívoco, se encerrará en un secreto aislamiento, que transforma su psicología y su conducta. Triunfó en política gracias a su franqueza con el pueblo estadounidense. Éste confió siempre en él. Y he aquí que, ante las dimensiones del drama mundial, ante el espanto que inspira el poder de los regímenes fascistas, el pueblo estadounidense ya no es, para Roosevelt, el compañero a quien podía, a quien debía, contárselo todo. Para entrar en una guerra que sólo Estados Unidos puede ganar, tendrá que recurrir a la astucia.
Lo hace. Con una audacia tal, con una resolución tan firme, que todavía hoy, después de cuarenta años, el misterio envuelve una parte del encadenamiento de decisiones tomadas por Roosevelt, y sólo por él, para llevar a Estados Unidos a la guerra.
Aquí interviene por primera vez el sol naciente del Japón. Ya no volverá a salir de nuestra historia.
Clarividente, Hitler teme a Estados Unidos, contrariamente a lo que declara en público. Los archivos del Reich nos han informado ampliamente acerca de esto: Hitler había tomado la decisión categórica de hacer todo lo posible para evitar la entrada de Estados Unidos en la guerra.
Sabía cómo atacaría a la Rusia de Stalin, después de haber decapitado a su Estado Mayor por la astucia y gracias a la desconfianza patológica del jefe soviético; confiaba en la eficacia del número siempre en aumento de sus submarinos, los famosos U-boots, para acabar de asfixiar a las islas británicas. Todo esto era factible. Con una condición: la neutralidad de Estados Unidos.
Hitler no se equivocaba. Tampoco Roosevelt.
El presidente estadounidense ensaya todos los medios. Decide, en primer lugar, entregar barcos, y después aviones de combate, a Inglaterra. El Congreso lo acepta por poco. Después, resuelve que la totalidad de la producción estadounidense de aviones de caza «P40» sea servida a Inglaterra, y hace que se otorguen créditos a ésta para que el contrato tenga la forma de una exportación industrial y no de un acto de beligerancia. Consigue que el Congreso no ponga el veto, explicando públicamente que, «cuanto más ayudemos a Inglaterra a resistir, menos peligro correremos de que Estados Unidos se vea arrastrada a socorrerla directamente».
Las flotillas de submarino nazis causan terribles estragos.
Un día, Roosevelt confía a Hopkins y al general Marshall: «¡Dios mío! ¡El Atlántico se está convirtiendo en un océano alemán!» Pero, ¿qué hacer?
La primera encuesta del Instituto Gallup se refiere a un punto que interesa mucho a la opinión norteamericana: «¿Prestar o no escolta con buques estadounidenses a los convoyes que abastecen a Inglaterra?» La respuesta revela una hostilidad masiva.
Unos meses más tarde, ante la acumulación de pérdidas en el Atlántico, Roosevelt da otro paso al frente. Ordena a la Marina norteamericana que escolte a los convoyes hasta frente a las costas inglesas, pero prohíbe que sea la primera en disparar. Hitler responde dando instrucciones a sus submarinos de que sólo disparen si son atacados y de que rehúyan los buques estadounidenses.
Entonces se producen dos accidentes. El 17 de octubre de 1941, un convoy británico es atacado por un grupo de submarinos hitlerianos. Un buque de escolta norteamericano, el destructor Kearney, recibe dos torpedos. Once hombres se dan por desaparecidos. La Prensa estadounidense publica sus nombres.
Roosevelt estudia las reacciones de la opinión. La hostilidad a la guerra no mengua. Antes al contrario.
Tres semanas más tarde, ante la costa de Islandia, otro destructor americano, el Reuben James, que escoltaba a un convoy de barcos mercantes, es hundido por los submarinos. Llevaba una tripulación de cien hombres. Todos han desaparecido.
La emoción en Estados Unidos es muy grande. Pero es confusa y ambigua. Una parte de la opinión acusa furiosamente a los nazis. Pero la mayoría echa la culpa al presidente de los Estados Unidos.
Roosevelt pide autorización al Congreso para armar los barcos mercantes norteamericanos, a fin de que puedan defenderse ellos mismos si son atacados en alta mar. El debate es áspero en la Cámara y en el Senado. Y si el presidente consigue que «los norteamericanos tengan derecho a responder», lo cierto es que lo logra por los pelos: solo dieciocho votos de mayoría en la Cámara... y trece en el Senado.
Roosevelt saca una conclusión, que confía a Hopkins: «Ahora veo claramente que jamás, salvo que se produzca un acontecimiento trágico, obtendremos la conformidad del Congreso y del país para entrar en guerra contra Alemania.» ¿Un acontecimiento trágico? Sólo un error de Adolfo Hitler podría provocarlo.
Por tres veces, en conversaciones privadas con el Führer, el jefe de la Marina de guerra alemana, almirante Roeder, suplica —llegando a amenazar con su dimisión—, que se autorice a los submarinos a disparar contra los buques norteamericanos, que están ganando impunemente la batalla del abastecimiento de Inglaterra y anulando los efectos del bloqueo. Hitler no cede; la respuesta es: No.
Un poco más tarde, Roeder declara solemnemente: «Los buques estadounidenses han cometido veinte actos de guerra contra Alemania en el Atlántico.» Poniendo al Führer en guardia contra la importancia de los suministros que llegan a Inglaterra, reclama, en conclusión, el derecho de atacar. Hitler mantiene su negativa. Sabe dónde está su adversario: en la Casa Blanca. No le hará este regalo. Roosevelt tiene las manos atadas.
Pero, entretanto, los Servicios Secretos americanos han empezado a descifrar, a finales de verano de 1941, el «Código púrpura» empleado en las transmisiones entre Tokio y las bases japonesas, aéreas y navales, del Pacífico. Roosevelt ve surgir una luz. Ya no la perderá de vista. Allí está la oportunidad histórica.
4. DUELO EN EL PACIFICO
La opinión estadounidense, que se niega a enviar sus hijos a Europa, no piensa siquiera en el Pacifico y en el Extremo Oriente. Impresionada por el poderío alemán, ignora al remoto Japón y mira con ojos despectivos a los que la Prensa llama «hombrecillos amarillos, enclenques, gregarios y sin espíritu de iniciativa».
Pero este Japón está a punto de perder la paciencia. Roosevelt, sin que nadie le prestase atención, ha multiplicado los actos de hostilidad. Cuando las tropas japonesas ocuparon Indochina sin combatir, congeló los capitales japoneses en los Estados Unidos. Consiguió que el gobernador de las islas neerlandesas (Indonesia) suspendiese todo envío de petróleo a Yokohama y Nagasaki. El Primer Ministro japonés, príncipe Konoye, declaró ante la Dieta que la situación se hacía intolerable, ya que el Ejército y la Marina del país corrían el riesgo de quedar muy pronto paralizados. Roosevelt se anima.
El embajador de los Estados Unidos, Mr. Grew, no asombra al presidente al cablegrafiarle que el racionamiento de gasolina rige ahora en todo el país, y que «no se encuentra un solo taxi en toda la ciudad de Tokio».
El embajador no tarda en poner en guardia al presidente contra el peligro de una crisis gubernamental en Tokio, «que llevaría a la sustitución del Primer Ministro, Konoye, relativamente moderado y hostil a la guerra, por un hombre mucho más duro, del que Estados Unidos podría esperar lo peor».
¿Lo peor? Lo menos malo... Todos los sondeos indican que, si los .japoneses decidiesen atacar Indochina o las Filipinas, o cualquier otro territorio de Asia y del Pacífico —salvo uno—, la opinión estadounidense permanecería indiferente y seguiría negándose a entrar en la guerra. ¿Entonces?
La crisis gubernamental, prevista por el embajador, se produce. El Gobierno Konoye, ante las crecientes dificultades económicas, es sustituido, el 16 octubre de 1941, por un «Gobierno de halcones», según la expresión de Grew en su cablegrama, ocupando el cargo de Primer Ministro «el halcón más feroz de todo el Oriente, el general Tojo». El general que quiere la guerra.
A partir del mes de noviembre, los servicios americanos descifran mensajes sobre preparativos de guerra. Pero, ¿con qué objetivo? Ésta es la cuestión. No hay que desdeñarla...
Dos emisarios diplomáticos japoneses, los señores Nomura y Kurusu, son enviados a Washington para negociar el levantamiento del embargo y de la congelación de las cuentas bancarias. A partir de este momento, todos los telegramas entre Tokio y los dos diplomáticos destacados en Washington son transmitidos personalmente a Roosevelt. Este no los discutirá con nadie. No existe el menor indicio de que discutiese con alguien sobre la cuestión del Extremo Oriente.
Su secretario de Estado, Cordel Hull, prosigue la negociación con los emisarios japoneses, sin instrucciones del presidente. La eventualidad de una reacción militar de los japoneses en el Pacífico empieza a precisarse. Pero, ¿dónde?
Un solo objetivo, en el inmenso océano, es territorio estadounidense: Hawai y su base de Pearl Harbor, Cuartel General de la flota del Pacífico. Sólo un objetivo, si fuese atacado por los japoneses, podría desencadenar la guerra: Pearl Harbor.
El jefe de los Servicios de Información de la Marina de los Estados Unidos en el Pacífico, Richmond Turnen, indica a la Casa Blanca «que habría que considerar Hawai y Pearl Harbor como posibles objetivos de la primera ofensiva japonesa». Posible no es suficiente.
El embajador Grew envía un telegrama, «a la atención personal del presidente», diciendo que circulan rumores, en los círculos militares de Tokio, según los cuales, «en caso de ruptura de las negociaciones que se desarrollan en Washington con los estadounidenses, los japoneses podrían proyectar una ofensiva contra Pearl Harbor».
Noviembre: el almirante Kimmel, que manda la escuadra norteamericana fondeada en Pearl Harbor, envía un mensaje especial a Washington: «Incluso antes de formular una declaración de guerra oficial, los japoneses podrían muy bien lanzar un ataque sorpresa contra Pearl Harbor.» Los Servicios de Información de la Casa Blanca saben todavía más acerca de esto.
El 29 de noviembre, el atasco de las negociaciones en Washington y el endurecimiento de la posición estadounidense impulsan al secretario de la misión diplomática japonesa a telegrafiar a Tokio, en clave militar: «Dígannos cuándo piensan programar la hora H, a fin de que sepamos cómo llevar la conclusión de nuestras conversaciones.» Silencio.
Al parecer, Tokio duda de la seguridad de la clave o de la necesidad de responder. El servicio de descifrado tiene que esperar, en Washington, un tiempo que parece interminable. Después, llega la respuesta, en clave, de Tokio: «Podemos decírselo. La hora H ha sido fijada para el domingo 7 de diciembre, al amanecer... Será en Pearl Harbor.»
La respuesta aparece ahora claramente inscrita en las bandas de registro del Servicio estadounidense: «Ataque a Pearl Harbor previsto para el alba del 7 de diciembre.» Estamos a 29 de noviembre.
Washington se limita a escuchar. Nada va a saberse en Pearl Harbor.
El almirante Kimmel ha reunido en la rada toda su flota, para unas próximas maniobras. Se hallan, pues, fondeados, uno al lado de otro, los ocho acorazados y los nueve cruceros, con sus buques de escolta. Toda la flota del Pacífico.
El viernes 5 de diciembre, la señora Roosevelt, esposa del presidente, telefonea a uno de los periodistas más conocidos de los Estados Unidos, Edward Murrow, para invitarle «a una cena informal y amistosa con el Presidente, el domingo 7, por la noche, en la Casa Blanca».
El fin de semana empieza tranquilamente. El sábado, 6 de diciembre, el general recibe autorización para ir a descansar a Texas, en Fort Sam Houston. El ministro del Interior, Harold Ickes, recibe a unos amigos en su casa de campo de Maryland. Dean Acheson va con su familia a inclinarse ante los restos mortales del juez Brandeis y, después, se va a descansar y a meditar en el bosque.
El sábado por la noche y el domingo por la mañana, el presidente se encuentra, excepcionalmente, en su despacho del primer piso de la Casa Blanca.
En los dos aeródromos militares de Pearl Harbor, los aviones de combate han sido alineados, tocándose sus alas, en el centro de los terrenos, para un fin de semana de descanso: los pilotos están de permiso.
El domingo 7 de diciembre, a las diez y veinte (hora de Washington ), los dos diplomáticos japoneses telefonean al Departamento de Estado solicitando, según instrucciones de Tokio, ser recibidos por el ministro a la una de la tarde.
El ministro está ausente, pero tratarán de localizarle y les darán una respuesta.
Franklin D. Roosevelt, solo, contempla el sol invernal sobre el césped de la Casa Blanca. Es puesto al corriente de la petición de audiencia formulada por los japoneses. Calcula la hora: la una, en Washington, corresponde a las ocho de la mañana en Pearl Harbor. Cordell Hull le llama para pedirle instrucciones sobre la petición de audiencia. «Nada de particular.»
A la una y veinte, hora de Washington (ocho y veinte, en Hawai), todas las escuadrillas japonesas que han despegado de los portaaviones, llegados al nordeste de la isla después de una amplia maniobra envolvente, se lanzan en picado sobre la flota anclada y sobre los aviones en el suelo de las fuerzas estadounidenses del Pacífico. El mayor desastre militar de la historia de los Estados Unidos se ha producido en media hora.
Con un parte militar ante los ojos, Franklin D. Roosevelt, por primera vez en toda la mañana, llama a su secretario y le dicta un mensaje oficial, que será transmitido a las agencias.
«Informa la Casa Blanca: ataque aéreo japonés contra el conjunto de las instalaciones estadounidenses de Pearl Harbor. El presidente hará una declaración a última hora de la tarde.»
El almirante Nimitz, el general Eisenhower, el general MacArthur, todos los jefes militares norteamericanos, se enteran de la noticia por la radio, en el curso de la tarde. Vuelven a sus puestos a toda prisa. Pero los aviones japoneses se marcharon ya hace mucho rato. También los buques. Por lo demás, no queda nada con que salir en su persecución.
Franklin D. Roosevelt llama a Londres, para hablar personalmente con Churchill y darle la noticia. «Nos han atacado en Pearl Harbor... A partir de ahora, ¡estamos embarcados juntos!»
El presidente de los Estados Unidos pone manos a la obra y empieza a dar órdenes: la guerra ha empezado oficialmente.
Roosevelt sabe que será larga y dura. Pero no duda del resultado. El episodio que acaba de desarrollarse ha sido decisivo.
Roosevelt ha puesto en juego todos los recursos y toda la audacia de su arte político y de su conocimiento de la gente. Y ha ganado. A partir del momento en que el Japón provocase la guerra, está debía convertirse en mundial, y estaba ganada de antemano.
Otros dos cerebros excepcionales de Occidente habían comprendido, como Roosevelt, la inflexible sencillez de esta ecuación: desencadenar la guerra mundial, la guerra total, era igual a ganarla. En otro caso, estaba perdida.
Churchill lo había dicho ya en el verano de 1940: «Combatiremos en nuestras playas, combatiremos en nuestras calles, combatiremos en los mares, combatiremos hasta en los confines del océano; hasta el día en que el Nuevo Mundo, con todo su poder, se una a nosotros en este combate, para salvar a la vieja Europa que le dio el ser.» Desde el principio, estaba claro para él que la victoria se lograría el día en que Estados Unidos entrase en la guerra. Pero, ¿cuándo y cómo?
De Gaulle, jefe de la «Francia libre», lo había dicho también, en su famoso Llamada del 18 de junio:
«Esta guerra no se limita al desdichado territorio de nuestro país. Esta guerra será una guerra mundial... Francia podrá, como Inglaterra, utilizar sin limitaciones la enorme industria de los Estados Unidos... Fulminados hoy por la fuerza mecánica, podremos vencer en el futuro con una fuerza mecánica superior.»
El domingo en que los pilotos japoneses caen como el rayo sobre Pearl Harbor, el general De Gaulle acaba de dar un largo paseo por el bosque, en las afueras de Londres y cerca de la casita que ha alquilado para los fines de semana; le acompaña uno de sus ayudantes de primera hora, el jefe de sus Servicios de Información, coronel Passy. Después de dos horas de marchar, vuelven a casa. Passy refiere en sus Memorias:
«Volvimos de nuestro largo paseo y nos sentamos en sendos sillones del salón. De Gaulle conectó la radio. Unos pocos minutos más tarde nos enteramos de que los japoneses acababan de atacar la Flota norteamericana en Pearl Harbor. De Gaulle cerró el contacto. Se sumió en una meditación profunda, que me guardé muy mucho de interrumpir. Transcurrió un rato que me pareció interminable; después, el general empezó a hablar: "Ahora, ¡la guerra está definitivamente ganada!»
Sí; Roosevelt ha ganado.
Y los japoneses, que jamás han conocido una alegría semejante, los japoneses acaban de perder. Podían atacar cualquier lugar, menos Pearl Harbor. Podían tomar por asalto Indonesia y su petróleo, Filipinas, Singapur, el Sudeste asiático. Podían aumentar inmensamente su poderío, conquistar fuentes de materias primas, hacerse inexpugnables. Estados Unidos no se habría movido. Roosevelt lo sabía. Pero ellos, no.
Estaban mal informados y habían calculado mal; ellos, que fundarían más tarde, en la autopsia de la catástrofe, su papel dominante en el universo industrial, gracias al ejercicio metódico de la inteligencia y el tratamiento de la información.
Pero cuando decimos «los japoneses», hablando de este pueblo en 1941, pecamos de generalización. En verdad, frente a la astucia de Roosevelt, lo que condujo a los japoneses a apuntar contra el único blanco de todo el Pacífico que había de serles fatal, fue la falta de visión, no del pueblo japonés, que nada podía decir, sino de sus dirigentes y, en particular, de sus jefes militares. La prueba más elocuente de ello, rica en enseñanzas para el futuro, es la lucha, en el seno del poder, que se desarrolló, durante los meses que precedieron a Pearl Harbor, entre el Primer Ministro, general de infantería, Tojo y el más célebre marino japonés: almirante Yamamoto.
Tojo, que nunca ha salido del Japón, quiere la guerra, y la quiere contra Estados Unidos. Sólo Estados Unidos le parece estar a la altura del poderío y de la gloria de su país. Semana tras semana, Yamamoto denuncia «esta perniciosa ilusión». Explica que, en quince años, primero como marino, después como oficial de Marina y finalmente como almirante, ha dado varias veces la vuelta al mundo; que conoce Estados Unidos, desde la costa Oeste en el Pacifico hasta la costa Este en el Atlántico. Afirma que la extensión, la riqueza y la capacidad de los Estados Unidos son para él tan evidente que si —no lo quiera Dios— se movilizasen en un esfuerzo de guerra, serían irresistibles. Y que, empujando a los Estados Unidos a la guerra, el Japón correría a su perdición.
El duelo entre Yamamoto y Tojo será un momento histórico de la gran aventura japonesa. Son dos mentalidades valiosas, dos temperamentos intrépidos. Pero uno de ellos ha integrado en su reflexión el conocimiento del mundo exterior, y el otro está inmerso en la sola realidad japonesa. Yamamoto no es más «inteligente»: está mucho más «informado».
El secreto del Japón de posguerra, la clave de su futuro éxito, es que, después de la derrota, aparecerá en todo su esplendor la superioridad «informática» —hay que emplear esta palabra— de Yamamoto. Tojo ha quedado enterrado con el pasado. En cambio, en los innumerables artículos y obras que le han sido dedicados, Yamamoto, a quien se rinde homenaje, comparte con Roosevelt y su procónsul MacArthur la paternidad del nuevo Japón.
Con Pearl Harbor se prepara ya el choque prodigioso que, saliendo del Japón y de su singularidad, determinará su destino y, más tarde, el del universo.
5. LOS CAPRICHOS DEL DESTINO
El Japón de siempre, estoico y cerrado, acaba de entablar su duelo a muerte con Occidente. Es el primer acto. No puede, nadie puede imaginar cuál será el desenlace, el acto fulminante que cristalizará el pasado nipón y encenderá su futuro.
Primero habrá una larga noche. Los combates, en el mar, en el cielo, en cada parcela de terreno, en cada archipiélago, en cada isla del Pacífico, serán atroces, encarnizados, sangrientos. La batalla del Pacífico será, hasta 1945, la más dura de todas. Los japoneses ponen en ella una capacidad de sacrificio, una indiferencia ante la muerte, que hacen de ellos los más temibles combatientes. Los estadounidenses, a quienes la propaganda hitleriana describía como «ahítos, materialistas, decadentes», aceptan el reto y, bajo el heroísmo. Transcurrirán cuatro largos años. Y nada parece todavía decidido.
Los japoneses no ceden un islote, en el inmenso océano, sin luchar hasta el último hombre: no hay prisioneros. Lo han jurado: jamás ninguno de ellos, mientras esté vivo, dejará que los estadounidenses pisen el suelo de su patria, si por desgracia llegasen hasta ella. En cambio, Franklin D. Roosevelt puede imaginar una solución distinta al sacrificio de un millón de norteamericanos para tomar por asalto las islas lejanas del archipiélago nipón.
Equipos de físicos nucleares han puesto manos a la obra. No hay más que un problema: el tiempo. ¿En qué momento llegarán a la meta fijada?
Cuando se piensa en el número de personas de diferentes nacionalidades que participaban en la complicada realización del «proyecto Manhattan», acordado por Roosevelt en secreto absoluto, parece bastante extraordinario que ni los nazis, ni los japoneses supiesen nada de él. Sólo Stalin, porque sus hombres están en todas partes, tendrá informaciones al respecto. Pero la descifrará mal y no captará su objetivo final.
Si el triunfo del «Proyecto Manhattan» debe cambiar los factores universales, va, ante todo, a transfigurar, a sublimar, a hacer nacer el Japón en el mundo y en la religión de la ciencia, como en un espasmo.
Adolfo Hitler, por un milagro debido esencialmente a su religión racista, no tuvo la menor intuición sobre este punto. Sin embargo, había sido e1 primero en organizar un equipo de investigación sobre «las posibles aplicaciones de la física nuclear», el cual había instalado en una sección del Ministerio de Ciencias, en el número 69 de Unter den Linden, cerca de la Cancillería del Reich. Y hacía que le tuviesen al corriente.
El caso es que el cerebro más brillante del equipo nuclear del «número 69» era el de una física austríaca llamada Lise Meitner. Era ella quien —ayudada por dos grandes físicos que la consideraban su maestra, Otto Hahn y Fritz Strassman— había obtenido, en 1938, los primeros resultados convincentes, «bombardeando el uranio con neutrones». Llevaba entonces una ventaja considerable en el camino del famoso descubrimiento.
Y se produce el Anschluss y la ocupación de Austria, en un día, por las divisiones nazis. Lise Meitner, como todos sus conciudadanos, adquiere automáticamente la nacionalidad alemana y deja de ser austríaca. Como es judía, cae bajo las «leyes raciales» del Tercer Reich. Y es excluida de su laboratorio.
Sus colegas están consternados. Los principales sabios alemanes del «número 69» piden ser recibidos conjuntamente por Hitler: hay que conservar a toda costa a Lise Meitner. El Führer sufre uno de esos accesos de cólera que le ciegan, que nublan su inteligencia; llega a tratar a los dos físicos alemanes, que le suplican, de «puercos judíos blancos», y les despide. Se extiende un mandamiento de detención contra Lise Meitner. Sus colaboradores organizan su fuga. Y Lise huye de Alemania para siempre.
A partir de entonces, Lise Meitner será apátrida, como todos los grandes científicos judíos alemanes, como Einstein.
Fiando en su fe de fanático, Hitler ha apostado y jugado contra la inteligencia. Y, como el general Tojo, ha perdido.
Así pudo empezar silenciosamente, en 1939, dos años antes de Pearl Harbor, un formidable esfuerzo, permanente, de los físicos nucleares, para que la carrera de la bomba no fuese ganada en modo alguno por el Reich nacionalsocialista. El italiano Enrico Fermi, el francés Joliot-Curie, el sueco Niels Bohr, los húngaros Leo Szilard y Eduardo Teller (nacionalizados estadounidenses), llegan a la misma conclusión: hay que poner sobre aviso a Roosevelt. Sólo éste puede, si comprende lo que se está jugando, movilizar en tiempo hábil los considerables medios que será necesario emplear si se quiere llegar a tiempo.
Pero, ¿cómo acercarse a Roosevelt?
Nadie le conoce, y nadie tendría a sus ojos la «representatividad» suficiente para transmitirle un mensaje tan extraño, para hacer penetrar una novedad científica tan compleja en un cerebro político absorto en las tareas cotidianas del poder y en el próximo período electoral.
Entonces se produce un acto heroico. En el corazón de Berlín, en el santasanctórum del «número 69», el físico alemán Flügge, profundamente antinazi, decide publicar en una revista científica especializada lo que sabe sobre «la capacidad y las posibilidades de la reacción en cadena que puede provocarse con uranio». La revista se llama Naturwissenschaften. Es bastante confidencial, reservada para los especialistas. Pero el texto de Flügge es completo y explícito.
Y Flügge no se para aquí. Manda ejemplares de la revista a Zurich, cuya Prensa local reproduce algunos fragmentos. Entonces, todo se pone en marcha. Nada puede ya disuadir a Fermi, Szilard y Teller: ahora saben a lo que han llegado sus rivales en Berlín. Está en juego el resultado de la guerra en Europa y, sin duda, fuera de ella.
Después de reflexiones y conciliábulos con sus colegas estadounidenses, llegan a la conclusión de que sólo un hombre tiene la fama y la autoridad suficientes para ser escuchado por el presidente de los Estados Unidos: Albert Einstein. Resuelven visitarle. Einstein está de vacaciones en un pueblecito de Long Island, Peconic, aldea perdida donde nadie sabe indicarles la casa donde habita Mr. Einstein. Por fin le encuentran cuando está dando un paseo. Con su enorme cabellera siempre desgreñada, su pipa, su pantalón arrugado y su aire eternamente soñador, pero también con su extremada gentileza y con su malísimo inglés, el gran hombre les conduce a su casa. Se pone sus zapatillas y les escucha.
Con gran asombro de Szilard, que lo anotará en su Diario la misma noche de esta entrevista capital, el genio de la física nuclear, cuya ecuación fundamental dio, hace treinta años, la definición y la medida de la energía nuclear, les confiesa que no ha pensado un solo instante en la posibilidad de una reacción de explosiones.
Szilard escribe exactamente esto: «Comprendimos, desde el principio de esta entrevista, que afortunadamente había de prolongarse, que la posibilidad de una reacción en cadena del uranio no había pasado nunca por la mente de Einstein.»
Szilard completa así su extraordinario relato:
«Cuando empezaba yo a exponerle el conjunto de nuestros informes sobre lo que pasaba en Berlín, comprendió las consecuencias que podían derivarse de ello y me expresó que estaba dispuesto a ayudarnos si era preciso, o, corno suele decirse, "a mojarse el culo".»
Los tres hombres estudiaron entonces el camino a seguir. Uno de ellos sugirió que Einstein, que no conocía a Roosevelt, escribiese a la reina de Bélgica, a la que sí conocía. La idea no pareció muy acertada. Y así quedó la cosa.
Dos semanas más tarde, en la limitada lista de los íntimos de Roosevelt, Szilard recordó el nombre del banquero Alexander Sachs. Puesto al habla con éste, Sachs se avino a transmitir una carta de Einstein, si éste quería escribir directamente al presidente.
Szilard vuelve al pueblecito de Long Island, acompañado de Teller. Einstein acepta. Empieza a dictar en alemán, para estar más seguro de las palabras, su carta a Franklin D. Roosevelt, fechada el 2 de agosto de 1939. Concluye así: «La reacción nuclear en cadena, cuyo desarrollo acabo de describir sucintamente, haría posible, si se produjese, la fabricación de un nuevo tipo de bomba, extraordinariamente potente. Una sola bomba de esta clase, transportada, por ejemplo, a un puerto por un barco, bastaría para destruir el puerto entero, así como una gran parte del territorio circundante.»
Traducida al inglés por Sachs, éste la lee a Roosevelt en su despacho... ¡el 11 de octubre siguiente! A Roosevelt le parece larga y poco comprensible. A Sachs le da vueltas la cabeza. Suplica a Roosevelt que le conceda otra entrevista el día siguiente por la mañana, a la hora del desayuno: le explicará más largamente y con más tranquilidad el contenido de la carta y su verdadero alcance. Roosevelt acepta, instintivamente.
Al día siguiente, Roosevelt presta más atención. Después, sin hacer comentarios, llama a su consejero militar particular, general Watson, y le dice: «Habrá que tomar medidas acerca de esto.» Le tiende la traducción de la carta de Einstein, y se guarda el original. Va a empezar la operación bautizada con el nombre de «S-1». Ya no se detendrá. Sabido es lo que siguió después:
El equipo formado alrededor de Robert Oppenheimer; el «Proyecto Manhattan», instalado en un rancho deshabitado de Los Álamos; la lenta progresión de los sabios hacia la «reacción en cadena» que conduce a la explosión teórica y, después, realizada; las medidas draconianas de seguridad; los problemas de conciencia que se plantean, uno tras otro, los científicos; los mensajes de Allan Dulles, jefe de los Servicios Secretos estadounidenses, instalado en Suiza; la batalla para proveerse de agua pesada (necesaria para la reacción nuclear) que los sabios franceses han hecho salir clandestinamente, etc....
Roosevelt, incluso cuando, metido en la guerra, tenga que dar diariamente instrucciones al general Eisenhower sobre el frente de Europa, y al i merad MacArthur sobre el del Pacífico, querrá estar continuamente al corriente de todas las etapas de la operación.
Si Churchill y De Gaulle estuvieron seguros de la victoria final desde el día de Pearl Harbor, fue porque estaban uno y otro naturalmente obsesionados por Hitler, que era, para ellos, el único y enorme peligro. Y el poderío de Estados Unidos, según el curso previsible de los acontecimientos, aseguraba, a su modo de ver, la superioridad de las fuerzas aliadas.
Roosevelt compartía esta opinión sobre la victoria en Europa pero tenía, a su vez, otra obsesión: la del Japón.
Allí se encontraba solo. Y era el único que, como marino que había sido, tenía plena conciencia de la inmensidad del océano Pacífico. El temible Pacífico.
También era el único que, por su indiscutible conocimiento del mundo, había borrado de su mente toda idea de «superioridad» de la raza blanca, no menospreciaba en absoluto el ingenio, el valor y las muchísimas cosas de que serían capaces los japoneses.
De aquí la minuciosa atención con que sigue los trabajos del equipo de físicos nucleares de Los Álamos.
Pero, ahora, el azar y los caprichos del destino van a embrollarlo todo hasta el último acto que, cuando se produzca, nadie sabrá por quién ha sido decidido.
He aquí que, incluso antes de practicarse el menor experimento que pueda indicar cuándo será capaz de explotar la «bomba atómica», según empiezan a llamarla, y después de dos años de trabajo, dos de los hombres que provocaron la decisión histórica de Roosevelt son presa de remordimientos y quieren que el presidente los comparta.
En primer lugar, el sabio Niels Bohr. En cuanto se entera, por los Servicios especiales enviados a la invadida Alemania, de que el Reich hitleriano no tiene ningún explosivo «atómico» en su arsenal, Niels Bohr, estupefacto y aliviado, pide a Roosevelt que abandone: no hay que continuar la fabricación de la bomba. Ésta ya no es necesaria para la victoria, y se correría el riesgo —dice— «de una carrera ulterior de armamentos nucleares, que sin duda prepararía una próxima guerra atroz, que podría ser el fin mundo». A su modo de ver, se ha invertido el orden de prioridades: hay que interrumpir el diabólico experimento y comunicar al mundo entero todos los datos científicos, prohibiendo, de una vez para siempre, la fabricación de armas atómicas.
Bohr es recibido por Roosevelt en la Casa Blanca, y la entrevista dura treinta minutos. Está tan emocionado, y al propio tiempo tan confuso, que no logra explicar su punto de vista. Por su parte, Roosevelt, que no deja de pensar en Japón, no está de acuerdo. Pero se lo calla y pone fin a la conversación.
Después se produce la intervención, más reflexiva y preparada, de Alexander Sachs, que comparte la obsesión de Niels Bohr sobre los peligros de una «carrera de armamentos nucleares». Recibido por el presidente en diciembre de 1944, enfoca la cuestión de un modo diferente. Tras una larga conversación, en que los dos hombres se entienden, sobre los conceptos de posguerra y la cuestión, muy particular, del Japón, Sachs redacta una Memoria en la que consigna las conclusiones a las que, según dice, llegaron Roosevelt y él:
«Si se realiza con éxito —cosa todavía no conseguida en Los Álamos— una explosión atómica experimental secreta, se organizará una segunda, que deberá realizarse públicamente en algún lugar del Pacífico. Sabios aliados y neutrales, y, si es preciso, emisarios del enemigo, serán invitados a presenciarla. Entonces se redactará conjuntamente un informe detallado sobre los efectos de esta arma extraordinaria, se transmitirá a las autoridades japonesas y se pedirá al enemigo que se rinda, ya que tendrá la prueba concreta de que la única alternativa es la aniquilación total.»
Efectivamente, Roosevelt no ha decidido lanzar la bomba; la quiere para obligar al enemigo a capitular, pero limitándose, si es posible, a hacer una demostración de la amenaza. Ya lo decidirá cuando llegue el momento. El ministro de la Guerra, Stimson, después de una entrevista con él, escribe en el mismo sentido que Sachs y lo confirma:
«He estudiado con él las dos escuelas de pensamiento en lo concerniente a la autoridad que será encargada de este proyecto: tratar de guardarlo en el círculo cerrado y secreto de los que lo dirigen actualmente, o confiarlo a la autoridad de la comunidad internacional, en nombre de la libertad científica. Yo le he dicho que hay que resolver este problema, y que es preciso que tenga preparado un comunicado, para publicarlo cuando llegue el momento. Él se ha mostrado de acuerdo.»
Esto ocurre en marzo de 1945.
A primeros de abril, todavía no ha podido realizarse el experimento en Los Álamos, y Roosevelt no ha tomado aún ninguna decisión. La comunidad de los físicos nucleares está en plena ebullición; todos tratan de adivinar lo que piensa realmente el presidente. En cuanto al propio Roosevelt, está obsesionado por sus reflexiones «sobre el Pacífico, sobre el Japón, sobre la energía nuclear, sobre el inmenso campo de ruinas que habría que reconstruir», según consigna uno de sus raros interlocutores. Es también un hombre agotado.
El 12 de abril, a las seis de la mañana, Roosevelt, que ha venido a descansar en su lugar predilecto de Warm-Springs, Georgia, no puede dormir. Su poderosa inteligencia, todavía indiferente a la debilitación de todo el organismo, es acosada por el temible Japón y por la incertidumbre sobro la fecha nuclear. Se levanta, pide los periódicos y el correo...
Los periódicos solo traen buenas noticias: Los ejércitos aliados ya no encuentran resistencia en Europa. El correo es bastante voluminoso. Roosevelt le echa un rápido vistazo. Separa y coloca sobre su mesa-escritorio dos documentos que tendrá que estudiar: una carta personal de Einstein (la segunda), acompañada de un memorándum de Leo Szilard. Los dos hombres, totalmente contrarios, desde ahora, a toda explosión atómica, por el enorme riesgo que supondría para la Humanidad entera, suplican a Roosevelt que lo suspenda todo y que difunda mundialmente las informaciones científicas. Según ellos, no debe haber bomba, es preciso que no exista la bomba.
Roosevelt decide leer estos dos documentos por la tarde. Ahora necesita relajarse un poco, y pide que, para el almuerzo, preparen una «barbacoa» en el jardín. A las doce y media, en espera de la hora del almuerzo, se aviene a seguir posando para un retrato encargado por una amiga que está allí, delante de él, y, mientras tanto, se sume en sus pensamientos y fuma un cigarrillo tras otro. A la una, dice: «Otro cuarto de hora; no más.»
A la una y cuarto se lleva la mano izquierda a la frente, como atacado por una súbita jaqueca. Unos minutos después, se desploma. Hemorragia cerebral. Es el 12 de abril de 1945.
6. LA EXPLOSIÓN CREADORA
Tokio está de fiesta. Roosevelt ha muerto. Estados Unidos está decapitado. Nadie podrá ya con el Japón. El hombre diabólico, el hombre aborrecido, el hombre maquiavélico que, como por magnetismo, atrajo a la potencia japonesa al único lugar que habría debido evitar para conquistar sin dificultades todo el Pacífico, el demonio, ha desaparecido.
El Japón siente que se ha aclarado su futuro. Estados Unidos flaqueará de nuevo. Amainará la tempestad del Pacífico. El emperador Hiro-Hito da gracias al cielo. Japón, que ya sabe que no puede ganar la guerra, se prepara para «volver a la normalidad», mediante una paz negociada, de igual a igual, honrosa.
En todo el Japón sólo hay un físico nuclear, el profesor Yshio Nishina, que conoce los cálculos teóricos que podrían conducir a una «reacción en cadena». Jamás oyó hablar de preparativos. Nadie se lo ha pedido; y no es hombre capaz de reclamar: es el primer pacifista del futuro Japón.
El 24 de abril, en el despacho presidencial, Harry S. Truman, sentado en el sillón que ha remplazado la silla de ruedas del gran inválido, escucha la primera exposición del ministro Stimson y del general Groves de un proyecto del que nadie le había dicho nunca una palabra: el «Plan Manhattan». Los dos hombres lo explican lo mejor que pueden al nuevo presidente de las Estados Unidos. Indican que la primera bomba experimental, proyectada para explotar en el desierto que rodea Los Álamos, debe quedar terminada en el mes de julio, es decir, dentro de poco más de dos meses.
Truman, recordando sus experiencias como artillero, hace preguntas sobre la potencia del explosivo. Stimson responde: «En principio, la primera bomba deberá tener una potencia equivalente a 500 toneladas del explosivo convencional TNT. La segunda, prevista para ser lanzada, podría tener una capacidad de 1.000 toneladas de TNT.» (Aquí se advierte, por primera vez, el margen de incertidumbre del cálculo nuclear: la bomba desprenderá sobre el puerto de Hiroshima una potencia explosiva de 18.000 toneladas de TNT).
Truman se siente vivamente impresionado por las cifras que acaba de escuchar. Decide tomarse tiempo para reflexionar. De momento, resuelve crear un «comité consultivo», formado por tres sabios nucleares y tres miembros del Gobierno, para estudiar todas las alternativas que le sean presentadas. Por parte del Gobierno, lo constituirán el general Marshall y los ministros Stimson y Byrnes; por parte de los sabios, Vannevar Bush, James Conant y Karl Compton.
La primera conclusión transmitida a Truman es de enorme alcance: «No se puede considerar la energía atómica solamente desde el punto de vista militar; hay que ver también en ella la instauración de una nueva relación con el universo.»
Numerosas memorias, múltiples reuniones, se suceden durante la primavera y los comienzos del verano. Truman no quiere precipitar los acontecimientos. Hace llegar al Gobierno japonés una nota pidiendo, con cortesía, pero con firmeza, el fin de las hostilidades y la capitulación, insinuando «una terrible amenaza» cuya naturaleza no concreta.
Ahora es Primer Ministro del Japón el almirante Suzuki, menos hermético que Tojo, pero demasiado confiado en la incapacidad de los estadounidenses de lanzar, antes de muchos años, un ataque militar directo contra la grande isla.
El 28 de julio, el almirante Suzuki hace algunas confidencias a los periodistas sobre «una especie de ultimátum de los norteamericanos, que no es más que una muletilla que hay que tratar con cierto desdén».
Las palabras del jefe del Gobierno de Tokio son comunicadas en Washington al secretario de Estado, Byrnes, quien las comenta en presencia del presidente Truman y las califica de «desalentadoras». Hay que actuar, Truman pide que se retrase un poco más la decisión. La toma el 2 de agosto.
En la noche del 6 de agosto, a la 1,45 y a las 2,45, despegan dos escuadrillas de tres bombarderos «B-29» de sus respectivas bases, en el oeste de la isla de Guam, para reunirse, quince minutos más tarde, en la vertical de Iwo-Jima, a una hora de las costas japonesas, invioladas desde hace siete siglos.
Entre los seis «B-29» se encuentra el que ha sido bautizado con el nombre de Enola Gay y que es idéntico a los otros. Transporta el ingenio llamado Thin man: la primera bomba atómica.
A las 8,15, en la vertical de la zona industrial del gran puerto de Hiroshima, es accionado el resorte y se desprende la bomba. A las 8,16 se produce el primer choque de la Historia entre la Tierra de los hombres y su más alucinante invento.
El indescriptible fenómeno ha sido contado muchas veces, pero sigue superando todo lo imaginable. No sólo cuenta, desde este momento, el suplicio de los hombres y de las mujeres de Hiroshima, sino que el choque impresiona, con una brutalidad que sobrepasa toda capacidad humana de comprensión, el ánimo de los dirigentes japoneses. Éstos quedan mentalmente «atomizados»,
Para que comprendan bien lo sucedido, la Casa Blanca difunde inmediatamente un comunicado: «Un avión estadounidense ha lanzado esta mañana una bomba, una sola bomba, sobre la ciudad de Hiroshima... Hemos dominado una fuerza elemental del universo físico, la fuerza que da su poder al propio Sol. Este poder ha sido desencadenado contra los que han actuado a sangre y fuego en el Extremo Oriente.»
En Tokio, el general Kawabe, jefe del Estado Mayor del Ejército, recibe en su despacho un mensaje transmitido por los Servicios de Información y que contiene en una sola línea: «La ciudad de Hiroshima acaba de ser destruida de golpe por una sola bomba.»
kawabe no puede creerlo.
Pregunta dónde está el poderoso «segundo ejército» japonés, cuyo Cuartel General se encuentra precisamente en Hiroshima. Le dice que, a las ocho y cuarto, el grueso de las tropas estaba reunido en la inmensa plaza de armas de la ciudad, para la hora de cultura física; y que, tres minutos después, no quedaba nada de él.
Ahora, el hecho es indiscutible. El físico Mishina es convocado por primera vez para que comparezca ante el Estado Mayor en pleno, en el Ministerio de la Guerra. Y el sabio confirma que, efectivamente, puede tratarse de una bomba nuclear.
El terrible impacto se graba en todos los cerebros. Ninguna conversación, ninguna discusión. Ha sucedido algo en cierto modo inhumano, que tiene algo de magia negra. No es posible que se repita. La rutina, gubernamental y militar, prosigue.
Pero estos hombres sólo son los mismos aparentemente. Todos los principales actores supervivientes lo confirmarán: la reflexión, la simple capacidad de hilvanar las ideas, ha desaparecido, se ha volatilizado. No queda más que el automatismo de las acciones a realizar.
Pasan las horas, pasan los días. El gran Imperio nipón está como vitrificado. Su capacidad cerebral explotó con Hiroshima. El Japón silencioso se está sumiendo en el delirio de la locura. El viento ardiente de Hiroshima sopla en todas las oficinas de Tokio.
El jueves, 9 de agosto, el Consejo Supremo de Guerra, organismo compuesto por el Gobierno y por los jefes militares, celebra una de sus reuniones semanales, en la forma habitual. Durante la discusión, de cuyo tema no volverá a acordarse nadie, llega un mensaje: «Una segunda bomba, parecida a la que destruyó Hiroshima, acaba de estallar, a las 11,01, sobre el puerto de Nagasaki.» El puerto legendario y casi sagrado, puerta secular del Japón al mundo, cara a Occidente, frente a Shanghai...
El Consejo decide trasladarse al palacio imperial para hablar con quien es el alma del Japón, hoy y desde siempre: el Emperador.
Éste no sale del palacio. No habla nunca en público. No interviene en las reuniones del Gobierno. Encarna el Japón eterno. Pero si se decide a hablar, si da una orden, jamás se ha dado el caso de que no fuese obedecido.
El emperador ha hablado ahora. Mejor dicho, ha dictado a su secretario, a solas en su despacho, un mensaje dirigido al Primer Ministro, Suzuki, dándole instrucciones para que acepte inmediatamente el ultimátum norteamericano... y ponga fin a la guerra.
El Primer Ministro lee el mensaje y reúne el Gabinete. Se toma la decisión: obedecer al emperador. Pero sólo el Gobierno asumirá la responsabilidad de la rendición, a fin de que el emperador quede apartado de esto, en el silencio de su palacio, y conserve de este modo una posibilidad real de «salvar» el futuro.
Entonces se produce, en lo más profundo de las almas, «el efecto de rebote» de la explosión nuclear. En el gran salón de conferencia del Estado Mayor imperial, se levantan, uno a uno, el general Anami, ministro de la Guerra, el general Umezo, jefe del Estado Mayor, y el almirante Toyoda, jefe de la Marina. Uno a uno, declaran que se niegan a capitular y, por ende, a obedecer la orden del emperador.,
Es una rebelión. ¡Acontecimiento inaudito que nadie habría jamás imaginado en el Japón! Un universo secular ha sido aniquilado por dos deflagraciones. Otro mundo ha nacido con la Era nuclear. Ya no hay un punto de referencia. Se acabó la divinidad. Todo ha saltado por los aires.
Hiro Hito se entera de ello. En un acto que no tiene precedentes, pide al Primer Ministro que convoque, para esta misma noche del 9 de agosto, en el refugio subterráneo del palacio imperial, a todo el Gobierno y a todo el Estado Mayor.
La sesión empieza a las once y media de la noche. Los generales forman un bloque; su respuesta es: no. Su portavoz, general Anami, declara ante el emperador: «La hora de gloria acaba de sonar para el Japón. Hay que dejar que los norteamericanos traten de invadir el propio Imperio, las tres islas de nuestro archipiélago. Entonces, el poderío japonés lo aniquilará, como el viento divino de Kamikaze detuvo, en 1281, a las fuerzas de Kublai Jan, único que se atrevió jamás a intentar este imposible asalto.»
El Primer Ministro, Suzuki, se vuelve al emperador y le pide que tome la palabra y exprese personalmente, por primera vez, su decisión. El emperador, estupefacto por lo que acaba de oír, convertido de pronto en un hombre como los demás, no vacila y, prescindiendo de fórmulas protocolarias, repite la orden: poner fin a las hostilidades. Se levanta la sesión.
El emperador comprende que nada está arreglado. Solo ahora con Suzuki, decide realizar un acto de consecuencias irreversibles: por primera vez en la historia de la dinastía, va a hablar al pueblo.
Hace que le traigan un magnetófono, el primero que ve en su vida, pesado y poco manejable, y pronuncia un breve discurso para que sea difundido, una hora más tarde, por todas las emisoras de radio del Japón. Pide a la nación que acepte la decisión del destino y ponga fin a una lucha armada que ya no tiene sentido. Concluye: «A vosotros, nuestros leales súbditos, os ordenamos que cumpláis fielmente nuestra voluntad.»
Pero, antes de que la voz, jamás oída, llegue al pueblo, se produce la insurrección. Dos generales, acompañados de sus guardias, penetran en el palacio imperial y ordenan al jefe de la guardia personal del emperador que les entregue la cinta grabada y se rinda. El hombre se niega y es muerto de dos estocadas. Otro general de la guardia privada hace irrupción en la sala y es muerto a su vez.
El almirante Takigishi, antiguo e íntimo colaborador de Yamamoto al frente de la Marina, al enterarse de la locura que ha hecho presa en todo el mando militar, hasta dentro del palacio imperial, interviene para proteger al emperador, hace arrestar a los facciosos y difunde la grabación decisiva, escuchada ahora por todo el país.
El general Anami decide hacerse el harakiri. Los otros cuatro jefes del Ejército hacen lo propio al cabo de una hora. Todo ha terminado; todo está arreglado.
Entonces, el almirante Takigishi se hace también el harakiri. El universo que va a nacer tampoco se ha hecho para él.
El silencio y la noche reinan sobre el Japón. Ningún pueblo del mundo ha conocido un final semejante, un aniquilamiento tan absoluto. Si el Japón debe renacer un día de este montón de cenizas, que es todo lo que queda de él este 14 de agosto de 1945, será un Japón diferente. Pero ¿cuándo? ¿Dentro de un siglo? ¿Dentro de una generación?
Al día siguiente 15 de agosto, los miembros del Consejo de Administración de «Nippon Kogaku» se reúnen en Tokio alrededor de una mesa.
Su Sociedad había montado aparatos ópticos de largo alcance en los cruceros de la Marina imperial. Los hombres y los aparatos se han hundido.
Pero la técnica sigue viva. Los dirigentes de «Nippon Kogaku» acuerdan emplearla para actividades civiles. Y dedicarse, para empezar, a la fabricación de cámaras fotográficas. Serán las máquinas «Nikon».
De esta manera se realiza el primer acto de renacimiento del Japón, se da el primer paso en el camino de la conquista tecnológica.
7. DEL CERO AL INFINITO
Los grandes diarios, impresos en todos los idiomas, insertan, en la mañana del 7 de agosto de 1980, un titular, a menudo acompañado de una foto, relativo a la celebración solemne del XXXV aniversario de la explosión nuclear de Hiroshima. Las noticias que le acompañan adquieren un relieve particular.
La ilustre industria relojera de Suiza se ve obligada por primera vez, como «Chrysler» y «Ford» en Estados Unidos, a pedir una subvención al Gobierno Federal de Berna. Ya no encuentra, ni siquiera en sus más tradicionales aliados bancarios, los quince millones de francos suizos que necesita para el plan, tanto más oneroso cuanto que es tardío, de recobrar el terreno perdido frente a los relojes electrónicos japoneses. Suiza, dueña indiscutible del mercado desde hace tanto tiempo, no creyó, cuando se produjo la penetración japonesa alrededor del año 1975, que ésta fuese duradera. En 1980, los cálculos sobre el primer semestre transcurrido indican, de manera indiscutible, que, en el mercado mundial, el número de relojes (electrónicos) fabricados en el Japón ha superado el número de relojes clásicos producidos por Suiza. Por consiguiente, hay que poner en práctica un «plan de socorro» y no vacilar ante el ataque lanzado contra los bellos relojes suizos por los microcircuitos, como los de «Seiko».
Los dirigentes de los tres principales productores de automóviles de Alemania anuncian conjuntamente un «plan quinquenal» de inversiones por un importe sin precedentes, «para alcanzar la tecnología de los coches japoneses, que es ahora la primera del mundo»…
Quien lo desee, le puedo hacer llegar un pdf con este texto, mi twitter
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